distintos: el verde del mango-espada verde, el verde del mango-espada hinchado; el amarillo verdoso del mismo mango maduro, las pintas negras del mango pasado de maduro. La relación entre colores, el crecimiento de la fruta, su resistencia a nuestra manipulación y su gusto. Fue en ese tiempo, posiblemente cuando yo, haciendo y viendo hacer, aprendí el significado de la acción de abollar Deaquel contexto hacían parte igualmente los animales: los gatos de la familia, su manera mañosa de enroscarse en las piernas de la gente, su miau de súplica o de rabia, Joli el viejo perro negro de mi padre, su mal humor, siempre que uno de los gatos incautamente se acercaba demasiado al lugar en que se encontraba comiendo; su “estado de espíritu”, en esos momentos, era completamente distinto al humorque tenía cuando casi deportivamente perseguía, arrinconaba y mataba a uno de los zamuros responsables de la desaparición de las gordas gallinas de mi abuela.De aquel contexto –el de mi mundo inmediato- formaba parte, por otro lado, el mundo del lenguaje de los más viejos, expresando sus creencias, sus gustos, sus recelos y sus valores. Todo esto unido a contextos más amplios que el de mi mundoinmediato y de cuya existencia ni siquiera podía sospechar.En el esfuerzo de re-tomar la infancia distante, a que me refería, buscando la comprensión del acto de leer el mundo particular en que me movía, permítanme repetirlo, re-creo, re-vivo, en el texto que escribo, la experiencia vivida en el momento en que todavía no leía la palabra. Y algo que me parece importante, en el contexto general delque estoy hablando, surge ahora insinuando su presencia en el cuerpo de estas reflexiones.Me refiero al miedo mío a las almas en pena cuya presencia entre nosotros era una constante en las conservaciones de los más viejos, en mi infancia. Las almas en pena necesitan de la oscuridad o de la semi-oscuridad para aparecer en las formas más diversas: gimiendo el dolor de sus culpas, dando carcajadassarcásticas, pidiendo oraciones o indicando escondites.Pues bien, posiblemente hasta los siete años, el barrio de Recife donde nací estaba iluminado por antorchas que se perfilaban, son cierta dignidad, por las calles. Antorchas elegantes que, al atardecer, se “entregaban” a la vara mágica de sus encendedores. Yo acostumbraba a acompañar, desde el portón de mi casa, de lejos, la figura del “encendedorde antorchas” de mi calle, que caminaba, con un andar rítmico, la vara prendedora al hombro, de antorcha en antorcha, iluminando la calle. Una luz precaria, más precaria que la que teníamos en casa. Una luz mucho más dominada por las calles que iluminándolas. No había un clima mejor que aquel para las diabluras de las almas. Me acuerdo de las noches en que, envuelto en mi propio miedo, esperabaque el tiempo pasase, que la noche se fuese, que la madrugada medio luminosa llegase trayendo con ella el canto de los pajaritos mañaneros. Mis temores nocturnos terminaron por aguzar, en las mañanas despejadas, la percepción de un sinfín de ruidos que se perdían en la claridad y en la bulla de los días y que eran misteriosamente subrayados en el silencio profundo de las noches. En la medida,empero, en que fui entrando en intimidad de mi mundo, en que mejor lo percibía y lo entendía en la “lectura” que de él hacía, mis temores disminuían,Pero, y es importante decirlo, la “lectura” de mi mundo, que siempre fue fundamental para mí, no me transformó anticipadamente en hombre, en un racionalista de pantalón corto. La curiosidad del niño no iría a distorsionarse por el simple hecho de serejercida y también en eso recibí la ayuda de mis padres. Con ellos, precisamente, comencé a ser introducido en la lectura de la palabra, en cierto momento de esta rica experiencia de comprensión de mi mundo inmediato, sin que esa comprensión significase antipatías a lo que tenía de encantadoramente misterioso.
El desciframiento de la palabra fluía naturalmente de la “lectura” del mundo...
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