pimientos rojos
Por: Cecilia Romero Mérida
La casa de la plaza
Hay mañanas en las que consigo disipar las cenizas que cubren el sueño de la
noche anterior y vuelvo de forma recurrente casi a tientas a la casa grande, esa de
color avena como el ojo de un ciego a punto de morir. La casa de la Plazuela San Sebastián, con sus treinta cuartos de techos altos, pisos de loza abrillantados y sus
largos pasillos que en la oscuridad nunca pedían permiso para soñar.
Si vuelvo los pasos atrás, como un cangrejo en la arena caliente, encuentro a una
niña de casi nueve años asomada en el balcón del tercer piso de la casa mirando la
boca negra de la noche, una que pulveriza la última estrella en su horno de oscuridad. A veces, banquetas de la plaza que soportan firmes el ocaso del día. El
corazón de repente dará un salto en el pecho como un grillo si suena lejano el pito
del tren, una melancolía futura le erizará la piel como si de pronto se soltara una
jauría de perros que ladran al silencio.
La casa grande tenía un patio con un árbol de rojos ciruelos, un limonero, un huerto de pimientos rojos, de los que saldrán los mejores platos de pimientos fritos
de la ciudad, y otro árbol de naranjas tan grandes como soles en el poniente.
También macetas con flores que nos servirán de ingrediente especial cuando con
mis hermanos Mauro y Luciana hacíamos sopas de barro que luego nos dejaban
dos días en cama con dolores y pesadillas escalofriantes. En la acera norte de la plaza se ubica, hasta el día de hoy, la cárcel de varones con
sus minúsculas ventanas de barrotes de metal; la primera noche arribó mi
hermano, rompiendo el hielo del silencio, se asomó a la ventana del taxi y dijo que
ese era el Hotel Pratt, atrás, más lejos de lo que podríamos recordar, quedaba un
país de sal, un lugar del que la memoria guardó sólo breves fotos amarillas y algunas reminiscencias de mis padres.
La nueva morada era la de los abuelos maternos, dos viejitos tan duros como la
tierra que pisaban sus zapatos, farmacéuticos ambos, con casi dos inventos
patentados para curar males de la piel. Dos que cultivaban verdolagas en los techos
de adobe.
‐Hola chaskañawi‐ me dijo Plácida, una mujer que trabajaba en la casa y que también acompañaba las soledades de los abuelos. Pensé en esa palabra de sonido
extraño y comencé a llorar. Chaskañawi me sonó a que mis ojos eran como los de
una vaca, ella sonrió inocente mientras yo somnolienta pensaba que pasaría toda
una vida para que alguien me dijera cuál era mi cuarto en ese enorme laberinto de
pasillos y puertas cerradas.
1
En la acera sud del barrio estaba la Coronilla, un cerro con dos leones de metal
resguardando la entrada, un lugar de cactus, y en la cima el recuerdo de las
mujeres que lucharon contra los españoles en una de las guerras del pasado. En la
parte oeste, vivía la familia de Nashira. Junto a nuestra casa Andrés, más conocido
por todos como “el niño” por su carita de querubín trasnochado y quien llegaría a ser el mejor amigo de mi hermano.
Al lado de la cárcel vivía doña Candelaria y un poco más allá los cinco hermanitos.
Pereira que eran igualitos en tamaño, peso y color, casi no podíamos distinguirlos
porque a todos los vestían igual, y también porque casi ninguno hablaba.
‐¿Tú vives ahí?‐ me dijo Nashira.
Mire por primera vez la casa con su farmacia antigua en los bajos y sí, ese lugar
avellana era el hogar nuevo.
‐Esta es mi nueva casa, de la otra no me acuerdo bien, sé que tenía un patio y en la
acera jugaban los amigos de mi hermano, pero ya no recuerdo cómo era.
El cuarto rojo
En el otro extremo del patio había otro cuarto, era grande y deshabitado, un lugar
de madreselvas indómitas que ...
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