Por ahora nada
Para encender silencios
Había tanto pero tanto pero tanto ruido, que don Ignacio apenas si lograba pensar sin que el sonido de la calle learrugara las ideas. Escuchaba la sirena furiosa de las ambulancias, los camiones de los bomberos yendo apurados a un incendio, el griterío de lamuchedumbre, la voz gruesa del vendedor de diarios... y los escuchaba con muchísima claridad, como si todo ocurriera ahí, adentro de su cabeza. Es que don Ignacioera viejo y algo corto de vista, pero tenía los oídos más sensibles de los que se tenga memoria. Bastaba que alguien pasara por la puerta de su casa ydejara caer un papel, para que él saliera corriendo como loco a quejarse del ruido.
Para combatir el ruido lo había intentado todo: llenarse las orejas dealgodón, taparse la cabeza con la almohada y hasta contar cuatrocientas mil quinientas treinta y cuatro ovejas. Y todo había sido inútil. Bastaba que unadiminuta mosca volara en una habitación de su casa para que el zumbido le pareciera el sonido de un martillo gigante golpeando contra las paredes. Andabadescalzo para no tener que escuchar el retumbar de sus propios pasos y cuando se veía obligado a hablar lo hacía tan pero tan bajo que los demás apenaspodían oírlo.
—
Es que tiene el oído demasiado sensible –le susurró una vez el doctor.
—
¡No me grite! -contestó enojado don Ignacio. Nadie parecía podersolucionar su problema, ni el doctor, ni sus amigos, ni los vecinos que siempre pasaban frente a su casa en puntas de pies para no molestarlo.
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