Primeras Paginas La Reina Isabel Cantaba Rancheras

Páginas: 14 (3416 palabras) Publicado: 3 de mayo de 2015
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Hernán Rivera Letelier
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© 1994, Hernan Rivera Letelier
c/o Guillermo Schavelzon & Asoc. Agencia Literaria
info@schavelzon.com
© De esta edición:
2009, Aguilar Chilena de Ediciones S.A.
Dr. Aníbal Ariztía, 1444
Providencia, Santiago de Chile
Tel. (56 2) 384 30 00
Fax (56 2) 384 30 60
www.alfaguara.com

ISBN: 978-956-239-681-3
Inscripción Nº 91.504
Impreso en Chile - Printed in Chile
Primera edición:junio 2009
Segunda edición: julio 2010

Portada:
Ricardo Alarcón Klaussen sobre La muerte de la Reina de Manuel Ossandón.
Diseño:
Proyecto de Enric Satué

Todos los derechos reservados.
Esta publicación no puede ser reproducida ni en todo
ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna
forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico,electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por
escrito de la Editorial.

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Terminan de apagarse los sones de la canción mexicana que antecede a la que él quiere escuchar, y en tanto la
aguja del tocadiscos comienza a arrastrarse neurálgica por esa
tierra de nadie, por esos arenosos surcosestériles que separan
un tema de otro, el ilustre y muy pendejísimo Viejo Fioca,
paletó a cuadritos verdes y marengo pantalón sostenido a un
jeme por debajo del ombligo —pasmoso prodigio de malabarismo pélvico—, trémulo aún de la curda del día anterior
y pálido hasta la transparencia, llena su tercer vaso de vino
tinto arrimado espectralmente al mesón del único rancho
abierto a esas horas de domingo—día del Señor, como le enrostran allá afuera, revestidos de su gracia y a voz en cuello,
los matinales evangélicos de la Oficina—, día en que, sin tener que subir al cerro, levantose a la misma cabrona hora de
siempre, todavía con noche, sintiendo en la garganta la erosión creciente de una resaca que ni los mismísimos salares de
Atacama, paisita, por las recrestas, y que lo hizo salir de los
buques (nosin antes haber llamado en vano a varios de los
camarotes de sus compañeros de parranda) a una fantasmal
ronda por las calles del campamento —a esas horas todavía
solitarias y cubiertas de la apestosa neblina de polvo—, en
donde recién a media mañana, ya con el sol carajo de la pampa picando como sólo pica el carajo sol de la pampa, el boliviano del Copacabana se dignó a destrancar las puertas ya
confiarle hasta el jueves, sin falta, paisa, usted sabe, ese urgentísimo litro del Sonrisa de León que, ahora, escanciada ya
la mitad de la botella, viene en dejar sobre la untuosa plancha de zinc del mesón, acodándose y acomodándose no para oír mejor, sino para sentir mejor —lo sentimental no se lo
quita nadie— esa canción ranchera que tanto le gusta y que

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sabe es la penúltima de la cara A de ese long play que le costó un triunfo hacer que el altiplánico ranfañoso de mierda lo
tocara, long play cuya carátula magnífica, a todo color, una
noche de borrachera le pelara sin asco al mismo boliviano
macuco, que tiene pegada en una de las paredes de su camarote de viejo solo (de viejo botado y puñetero, como lo joden
en los bochinchesde borrachos, tratando de hacerlo enojar,
los borrachos casados y con más cachos que un camal, como
contraataca él, incisivo), y que conserva colocada junto con
la estampa de Miguel Aceves Mejía a caballo, entre ese verdadero catálogo de monas peladas, tijereteadas libidinosamente, de Pingüinos y Viejos Verdes, que cubre las paredes de
su cuchitril, pero en un lugar claramente privilegiado,...
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