PUZZLE DE Cortázar
Julio Cortázar en La otra orilla
Usted había hecho las cosas con tanta limpieza que nadie, ni siquiera el muerto, hubiese
podido culparlo del asesinato.
En la noche, cuando las sustancias se sumergen en una identidad de aristas y de planos
que sólo la luz podría romper, usted vino armado de un cuchillo curvo, de hoja vibrante y sonora, y se detuvo junto a la habitación. Escuchó, y al no hallar más réplica que la
del silencio, empujó la puerta; no con la lentitud sistemática del personaje de Poe, aquel
que le tenía odio a un ojo, sino con alegre decisión, como cuando se entra en casa de la
novia o se acude a recibir un aumento de sueldo. Usted empujó la puerta, y sólo un
motivo de elemental precaución pudo disuadirlo de silbar una tonada. Que, no está de más decirlo, hubiera sido
Gimiendo por ti.
Ralph solía dormir de costado, ofreciendo un flanco a las miradas o los cuchillos.
Usted se acercó despacio, calculando la distancia que lo separaba del lecho; cuando
estuvo a un metro, hizo alto. La ventana, que Ralph dejaba abierta para recibir la brisa
del amanecer (y levantarse a cerrarla por el mero placer de dormir nuevamente hasta las diez), permitía el acceso a los letreros luminosos. Nueva York estaba rumorosa y llena
de caprichos esa noche, y a usted le causó gracia observar la competencia entablada, sin
cuartel, entre las marcas de cigarrillos y los distintos tipos de neumáticos.
Pero ése no era momento para ideas humorísticas. Había que concluir una tarea iniciada con alegre decisión y usted, hundiéndose los dedos en el cabello y echando ese cabello
hacia atrás, se resolvió a dar una puñalada a Ralph, ahorrando todo preliminar y toda
mise en scène.
Acorde con tal principio, usted puso el pie derecho en la alfombrita roja que señalaba el
emplazamiento justo del lecho de Ralph (claro está que un paso hacia delante);
olvidándose de los carteles luminosos, giró el torso hacia la izquierda y, moviendo el brazo como si estuviera por lanzar un tiro de golf, enterró el cuchillo en el costado de
Ralph, algunos centímetros por debajo del sobaco.
Ralph se despertó en el preciso instante de morir, y tuvo conciencia de su muerte.
Eso no dejó de agradarle a usted. Prefería que Ralph comprendiera su muerte, y que la
cesación de tan odiada vida tuviera otro espectador directamente interesado en ello. Ralph dejó huir un suspiro, y luego un quejido, y después otro suspiro, y después un
borborigmo, y nada quedó en el aire que pudiese hacer dudar de que la muerte había
entrado junto con el cuchillo y se abrazaba a su nueva conquista
Usted desenterró la hoja, la limpió en su pañuelo, acarició suavemente el cabello de
Ralph —lo cual era una ofensa premeditada— y fue hacia la ventana. Estuvo largo rato inclinado sobre el abismo, mirando Nueva York. La miraba atentamente, con gesto de
descubridor que se adelanta visualmente a la proa de su navío. La noche era antipoética
y calva. Allá abajo, siluetas de automóviles regresaban a condición de escarabajos y
luciérnagas por el imperio del color y la hora y la distancia.
Usted abrió la puerta, la cerró otra vez, y se fue por el corredor, con una dulce sonrisa de ángel perdida fuera de los dientes.
—Buen día.
—Buen día.
—¿Dormiste bien?
—Bien. ¿Y tú?
—Bien.
—¿Tomas el desayuno?
—Sí, hermanita.
—¿Café?
—Bueno, hermanita.
—¿Bizcochos?
—Gracias, hermanita.
—Aquí tienes el diario.
—Lo leeré, hermanita.
—Es raro que Ralph no se haya levantado aún.
—Es muy raro, hermanita. Rebeca estaba frente al espejo, empolvándose. La policía observaba sus movimientos
desde la puerta de la habitación. El agente con rostro de pajarera celeste tenía un modo
sospechoso de mirar, presumiendo culpabilidades desde lejos.
El polvo cubría las mejillas de Rebeca. Se maquillaba de manera mecánica, pensando
todo el tiempo en Ralph. En las piernas de Ralph, en sus muslos lisos y blancos. ...
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