Que Pobre La Vida
Como no podía ser de otro modo para quien ya acumulaexperiencia, la confección de este libro es académicamente irreprochable, exigente, madura. Es, en efecto, un libro que acarrea una ingente documentación sometida a un escrutinio riguroso: tratados de moralistas, obras de ficción, manuales de buenas maneras, textos, en suma, en los que oímos la voz de los antepasados, rutinas y audacias sobre la vida. En esos discursos se adensó la cultura de untiempo, se materializó textualmente, en efecto, y se verbalizaron enunciados sobre la existencia y sobre el matrimonio, sobre el placer y sobre los deberes conyugales. Como no soy un experto en los temas y en la época abordada, como no soy un modernista, en fin, se me permitirá que centre mis comentarios en la perspectiva historiográfica que la investigadora adopta, que presente y valore laperspectiva analítica por la que se inclina y el lenguaje de que se sirve para transmitirnos ese objeto. Ahora bien, al tratar Isabel Morant asuntos que me interesan particularmente como individuo, más allá de mi condición de historiador, temas que a todos igualmente inquietan, entonces se me consentirá decir algo sobre la idea misma de intimidad y de libertad individual que está en la base de suinspección. Al fin y al cabo, nos va la vida en ello.
Pues bien, lo que la autora se proponía en su estudio lo cumple sobradamente, porque, en efecto, rastrea con soltura envidiable y con un punto de temeridad irreverente una voluminosa literatura que va de Erasmo a Vives, de Lutero a Margarita de Navarra. La perspectiva adoptada es densa y siempre se nos presenta respetuosa con el tono académico queuna investigación histórica requiere. Pero, en efecto, hay algo más, algo que está en el estilo de la propia escritura y en las licencias que Isabel Morant con audacia se consiente. Está, por ejemplo, el trato que dispensa a sus autores. Podríamos decirlo con Stephen Greenblatt, el afamado especialista en el teatro isabelino. Permítaseme reproducirlo con algún detalle. “Lo primero fue mi deseo dehablar con los muertos”, decía Greenblatt. “Este deseo es un móvil habitual, no siempre confesado”, insiste. “Nunca creí que los muertos pudieran oírme, y sabía muy bien que no podían hablar, pero estaba seguro de que podría recrear una conversación con ellos. Ni siquiera renuncié a este deseo cuando comprendí que por más que me esforzara en escuchar lo único que alcanzaría a oír sería mi propiavoz. Pero mi propia voz es la de los muertos, ya que han dejado huellas textuales que se oyen en las voces de los vivos. La mayoría de esas huellas tienen escasa resonancia” hoy, admite, aunque todas “contienen algún fragmento de vida perdida”.
Si tomamos de ese modo los textos del pasado, si accedemos a ellos percibiendo las resonancias que nos confirman o nos desmienten, entonces esos discursos...
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