Raymond Carver No Son Tu Marido
No son tu marido
Raymond Carver
Earl Ober era vendedor y estaba buscando empleo. Pero Doreen, su mujer, se había puesto a trabajar
como camarera de turno de noche en un pequeño restaurante que abría las veinticuatro horas, situado
en un extremo de la ciudad. Una noche, mientras tomaba unas copas, Earl decidió pasar por el
restaurante a comer algo. Quería ver dónde trabajaba Doreen, y de paso ver si podía tomar algo a
cuenta de la casa.
Se sentó en la barra y estudió la carta.
—¿Qué haces aquí? —dijo Doreen cuando lo vio allí sentado.
Le tendió la nota de un pedido al cocinero.
—¿Qué vas a pedir, Earl? —dijo luego—. ¿Los niños están bien? —Perfectamente —dijo Earl—. Tomaré café y un sándwich de ésos. Número dos.
Doreen tomó nota.
—¿Alguna posibilidad de… ya sabes? —dijo, y le guiño un ojo.
—No —dijo ella—. No me hables ahora. Tengo trabajo.
Earl se tomó el café y esperó el sandwich. Dos hombres trajeados, con la corbata suelta y el cuello de
la camisa abierta, se sentaron a su lado y pidieron café. Cuando Doreen se retiraba con la cafetera,
uno de ellos le dijo al otro: —Mira que culo. No puedo creerlo.
El otro hombre rió.
—Los he visto mejores —dijo.
—A eso me refiero —dijo su compañero—. Pero a algunos tipos las palomitas les gustan gordas.
—A mi no —dijo el otro.
—Ni a mí —dijo el primero—. Es lo que te estaba diciendo.
Doreen le trajo el sándwich. A su alrededor, había patatas fritas, ensalada de col y una salsa de
eneldo. —¿Algo más? —dijo—, ¿Un vaso de leche?
Earl no dijo nada. Negó con la cabeza mientras ella seguía allí de pie, esperando.
Al rato volvió con la cafetera y sirvió a Earl y a los dos hombres. Luego cogió una copa y se dio la
vuelta para servir un helado. Se agachó y, doblada por completo sobre el congelador, se puso a sacar
helado con el cacillo. La falda blanca se le subió hacia arriba por las piernas, se le pego a las caderas.
Y dejó al descubierto una faja de color rosa y unos muslos rugosos y grisáceos y un tanto velludos, con
una alambicada trama de venillas.
Los dos hombres de la barra, al lado de Earl, intercambiaron miradas. Uno de ellos alzó las cejas. El
otro sonrió regocijado y siguió mirando por encima de su taza a Doreen, que ahora coronaba el helado
con jarabe de chocolate. Cuando Doreen se puso a agitar el bote de crema batida, Earl se levantó, dejó
el plato a medio comer en la barra y se dirigió hacia la puerta. Oyó que Doreen lo llamaba, pero siguió
su camino.
Después de echar una ojeada a los niños fue al otro dormitorio y se quitó la ropa. Se subió las mantas,
cerró los ojos y se puso a pensar. La sensación le comenzó en la cara, y luego le descendió hasta el
estómago y las piernas. Abrió los ojos y movió la cabeza de acá para allá sobre la almohada. Luego se
volvió sobre su lado y se durmió. Por la mañana, después de mandar a los niños al colegio, Doreen
entró en el dormitorio y subió la persiana. Earl ya se había despertado. —Mírate al espejo —dijo Earl.
—¿Qué? —dijo ella—. ¿A qué te refieres?
—Tú mírate al espejo —dijo él.
—¿Y qué es lo que debo ver? —dijo ella. Pero se miró en el espejo del tocador y se apartó el pelo de
los hombros.
—¿Y bien? —dijo él.
—¿Y bien, qué? —dijo ella.
—Odio tener que decírtelo —dijo él—, pero creo que deberías ir pensando en seguir una dieta. Lo digo en serio. Sí, en serio. Creo que podrías perder unos kilos. No te enfades.
1
Gabriele. Nivel 1.
No son tu marido
Raymond Carver
—¿Qué estás diciendo? —dijo ella.
—Lo que he dicho. Creo que no estaría mal que perdieras unos kilos. Unos cuantos, al menos.
—Nunca me has dicho nada —dijo Doreen. Se levantó el camisón por encima de las caderas y ...
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