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Bajo las rojas murallas de París estaba formado el ejército de Francia. A lo lejos Carlo Magno se miraba de todo el ejercito solo quedaban cerca de 800 soldados los cuales saludaban alegres con sus armaduras y elevando sus miradas asía el rey el cual pasaba para verles el rostro de lo s que en ese momento habían peleado con fervor y sin miedo.
A casi todos sus soldados los conocía solopor las armaduras a casi nadie por nombre así que dependía la armadura que tenia puesta el soldado les iba preguntando cosas de cómo les había ido y todo lo demás.
Ya de esto llego así con un soldado el cual le llamo la atención porque tenía una armadura blanca que solo a los costados tenia un rayo negro reluciente la armadura de aquel soldado.
—Y vos ahí, con ese aspecto tan pulcro... —dijoCarlomagno que, cuanto más duraba la guerra, menos respeto por la limpieza conseguía ver en los paladines.
—¡Yo soy —la voz llegaba metálica desde dentro del yelmo cerrado, como si fuera no una garganta sino la misma chapa de la armadura la que vibrara, y con un leve retumbo de eco— Agilulfo Emo Bertrandino de los Guildivernos y de los Otros de Corbentraz y Sura, caballero de Selimpia Citerior yde Fez!
—Aaah... —dijo Carlomagno, y del labio inferior, que sobresalía, le salió incluso un
pequeño trompeteo, como diciendo: «¡Si tuviera que acordarme del nombre de todos,
estaría fresco!» Pero en seguida frunció el ceño—. ¿Y por qué no alzáis la celada y
mostráis vuestro rostro?
El caballero no hizo ningún ademán; su diestra enguantada con una férrea y bien
articulada manopla seagarró más fuerte al arzón, mientras que el otro brazo, que
sostenía el escudo, pareció sacudido como por un escalofrío.
— ¡Os hablo a vos, eh, paladín! —Insistió Carlomagno—. ¿Cómo es que no mostráis la
cara a vuestro rey?
La voz salió clara de la babera.
—Porque yo no existo, sire.
— ¿Qué es eso? —Exclamó el emperador—. ¡Ahora tenemos entre nosotros incluso un
caballero que no existe!Dejadme ver.
Agilulfo pareció vacilar todavía un momento, luego, con mano firme, pero lenta, levantó la celada. El yelmo estaba vacío. Dentro de la armadura blanca de iridiscente cimera no había nadie.
— ¡Pero...! ¡Lo que hay que ver! —Dijo Carlomagno—. ¿Y cómo lo hacéis para prestar servicio, si no existís?
— ¡Con fuerza de voluntad —dijo Agilulfo—, y fe en nuestra santa causa!
—Muybien, muy bien dicho, así es como se cumple con el deber. Bueno, para ser alguien que no existe, ¡sois avispados!
Agilulfo cerraba la fila. El emperador había ya pasado revista a todos; dio vuelta al
caballo y se alejó hacia las tiendas reales. Era viejo, y procuraba alejar de su mente los asuntos complicados.
Agilulfo dio unos pasos para mezclarse con uno de estos corrillos, luego sinningún
motivo pasó a otro, pero no se abrió paso y nadie se fijó en él. Permaneció un poco
indeciso detrás de éste o aquél, sin participar en sus diálogos, y luego se apartó.
Oscurecía; sobre la cimera las plumas brisadas parecían todas ahora de un único e
indistinto color; pero la armadura blanca resaltaba aislada sobre el prado.
La noche, para los ejércitos en campaña, está regulada como elcielo estrellado: los
turnos de guardia, el oficial que los manda, las patrullas. Todo lo demás, la perpetua
confusión del ejército en guerra, el hormigueo diurno del que lo imprevisto puede surgir como el encabritarse de un caballo, ahora calla, pues el sueño ha vencido a todos los guerreros y cuadrúpedos de la Cristiandad, éstos en fila y de pie, a ratos restregando un casco en el suelo osoltando un breve relincho o rebuzno, aquellos liberados finalmente de yelmos y corazas, y, satisfechos de sentirse de nuevo personas humanas distintas e inconfundibles, todos ya están roncando.
A la más pequeña falta en el servicio a Agilulfo le cogía la manía de revisarlo todo, de
hallar otros errores y negligencias en el proceder ajeno, el sufrimiento agudo por lo que está mal hecho, fuera de...
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