Roberto Arlt Luna Roja
La luna roja
Roberto Arlt
Nada lo anunciaba por la tarde.
Las actividades comerciales se desenvolvieron normalmente en la ciudad. Olas humanas
hormigueaban en los pórticos encristalados de los vastos establecimientos comerciales, o se detenían
frente a las vidrieras que ocupaban todo el largo de las calles oscuras, salpicadas de olores a telas
engomadas, flores o vituallas.
Los cajeros, tras de sus garitas encristaladas, y los jefes de personal rígidos en los vértices
alfombrados de los salones de venta, vigilaban con ojo cauteloso la conducta de sus inferiores.
Se firmaron contratos y se cancelaron empréstitos.
En distintos parajes de la ciudad, a horas diferentes, numerosas parejas de jóvenes y muchachas se
juraron amor eterno, olvidando que sus cuerpos eran perecederos; algunos vehículos inutilizaron a
descuidados paseantes, y el cielo, más allá de las altas cruces metálicas pintadas de verde, que
soportaban los cables de alta tensión, se teñía de un gris ceniciento, como siempre ocurre cuando el aire está cargado de vapores acuosos.
Nada lo anunciaba.
Por la noche fueron iluminados los rascacielos.
La majestuosidad de sus fachadas fosforescentes, recortadas a tres dimensiones sobre el fondo de
tinieblas, intimidó a los hombres sencillos. Muchos se formaban una idea desmesurada respecto a los
posibles tesoros blindados por muros de acero y cemento. Fornidos vigilantes, de acuerdo a la consigna
recibida, al pasar frente a estos edificios, observaban cuidadosamente los zócalos de puertas y
ventanas, no hubiera allí abandonada una máquina infernal. En otros puntos se divisaban las siluetas
sombrías de la policía montada, teniendo del cabestro a sus caballos y armados de carabinas enfundadas y pistolas para disparar gases lacrimógenos.
Los hombres timoratos pensaban: “¡Qué bien estamos defendidos!”, y miraban con agradecimiento las
enfundadas armas mortíferas; en cambio, los turistas que paseaban hacían detener a sus choferes, y
con la punta de sus bastones señalaban a sus acompañantes los luminosos nombres de remotas
empresas. Estos centelleaban en interminables fachadas escalonadas y algunos se regocijaban y
enorgullecían al pensar en el poderío de la patria lejana, cuya expansión económica representaban
dichas filiales, cuyo nombre era menester deletrear en la proximidad de las nubes. Tan altos estaban.
Desde las terrazas elevadas, al punto que desde allí parecía que se podían tocar las estrellas con la
mano, el viento desprendía franjas de músicas, “blues” oblicuamente recortados por la dirección de la
racha de aire. Focos de porcelana iluminaban jardines aéreos. Confundidos entre el follaje de costosas
vegetaciones, controlados por la respetuosa y vigilante mirada de los camareros, danzaban los
desocupados elegantes de la ciudad, hombres y mujeres jóvenes, elásticos por la práctica de los
deportes e indiferentes por el conocimiento de los placeres. Algunos parecían carniceros enfundados
en un “smoking”, sonreían insolentemente, y todos, cuando hablaban de los de abajo, parecían burlarse
de algo que con un golpe de sus puños podían destruir.
Los ancianos, arrellanados en sillones de paja japonesa, miraban el azulado humo de sus vegueros o
deslizaban entre los labios un esguince astuto, al tiempo que sus miradas duras y autoritarias reflejaban
una implacable seguridad y solidaridad. Aun entre el rumor de la fiesta no se podía menos de
imaginárseles presidiendo la mesa redonda de un directorio, para otorgar un empréstito leonino a un ...
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