Roman Fever

Páginas: 22 (5294 palabras) Publicado: 15 de marzo de 2013
Desde la mesa en la que habían estado almorzando, dos norteamericanas maduras pero bien conservadas se desplazaron por la majestuosa terraza del restaurante romano e, inclinándose sobre el balcón, primero se miraron la una a la otra y luego miraron hacia abajo, hacia las glorias desplegadas del Palatino y el Foro, con la misma expresión de vaga pero benévola aprobación.
Mientras estabaninclinadas así, una voz aniñada resonó alegre desde las escaleras que llevaban al patio de abajo.
 
—Bueno, entonces vamos, pues —exclamó la voz, no hacia ellas, sino hacia una compañera invisible—, y dejemos a las jovencitas con sus tejidos.
 
Y otra voz igual de fresca rio de vuelta:
 
—En serio, Babs, no creo que de veras se queden tejiendo.
—Bueno, lo digo en sentido figurado —volvió la primeravoz—. Después de todo, no les hemos dejado nada más que hacer a nuestras pobres madres.
 
En ese momento la curva de las escaleras se tragó el diálogo.
 
Las dos damas se miraron de nuevo, ahora con un toque de vergüenza sonriente, y la más pequeña y pálida hizo una negación con la cabeza y se sonrojó ligeramente.
 
—¡Bárbara! —murmuró, reprendiendo a la voz burlona de la escalera sin serescuchada.
 
La otra dama, más robusta y con más color, tenía una nariz pequeña y decidida que se sostenía en dos enérgicas cejas negras, y rio de buen humor.
 
—Eso es lo que nuestras hijas piensan de nosotras.
 
Su compañera le respondió con un gesto de molestia.
 
—No de nosotras individualmente. Debemos recordarlo. Ésa no es más que la moderna idea colectiva de las madres.
Y sabes...—con un asomo de culpa extrajo de su bolso negro y elegante una madeja de seda carmesí rematada por dos finas agujas de tejer—. Una nunca sabe —susurró—. El nuevo sistema ciertamente nos ha dejado mucho tiempo libre para matar; y a veces me canso de tanto mirar... incluso de mirar esto. —Su gesto ahora se dirigía a la prodigiosa escena que se abría a sus pies.
 
La dama oscura rio de nuevo, y ambasse entregaron al paisaje, contemplándolo en silencio con una serenidad difusa que bien podría provenir del fulgor primaveral de los cielos romanos. La hora de almuerzo había pasado hacía tiempo, y las dos tenían todo un rincón de la gran terraza sólo para ellas. En el extremo opuesto, unos cuantos grupos que se habían detenido allí a mirar sin prisa la amplia ciudad recogían sus guías turísticasy se palpaban en busca de propinas. El último de ellos se dispersó, y las dos damas quedaron solas en las alturas barridas por el viento.
 
—Bueno, no veo por qué no podemos quedarnos aquí —dijo la señora Slade, la del color intenso y las cejas enérgicas. Cerca había dos sillas de mimbre abandonadas, y ella las empujó hasta un ángulo del balcón y se acomodó en una, con la mirada sobre elPalatino—: después de todo, sigue siendo el paisaje más bello del mundo.
—Siempre lo será, para mí —asintió su amiga, la señora Ansley, con un énfasis tan sutil en el mí, que la señora Slade, aunque lo notó, se preguntó si no era un simple accidente, como los subrayados accidentales de los escritores de cartas anticuados. “Grace Ansley siempre fue una anticuada”, pensó, y agregó en voz alta con unasonrisa retrospectiva:
—Es un paisaje conocido para ambas desde hace ya muchos años. La primera vez que nos encontramos aquí éramos más jóvenes que nuestras hijas ahora. ¿Lo recuerdas?
—Sí que lo recuerdo —murmuró la señora Ansley con el mismo énfasis indefinible—. Ahí está ese jefe de meseros merodeando —interpoló. Evidentemente se sentía mucho menos segura de sí misma y de sus derechos en el mundoque su compañera.
—Lo curaré de sus merodeos —dijo la señora Slade, extendiendo su mano hacia un bolso de opulencia tan sutil como el de la señora Ansley. Haciéndole señas al mesero, le explicó que ella y su amiga eran antiguas amantes de Roma y que les gustaría pasar el final de la tarde mirando el paisaje —¡claro está, si no incomodaba a los empleados!—. El jefe de meseros, inclinándose...
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