Rosas artificiales rosas artificiles
—Están en el baño —dijo la ciega—. Las lavé ayer tarde.
Allí estaban, colgadas de un alambre con dos prendedores de madera. Todavía estaban húmedas. Mina volvió a la cocina y extendió las mangas sobre las piedras de la hornilla. Frente a ella, la ciega revolvía el café, fijas laspupilas muertas en el reborde de ladrillos del corredor, donde había una hilera de ties¬tos con hierbas medicinales.
—No vuelvas a coger mis cosas —dijo Mi¬na—. En estos días no se puede contar con el sol.
La ciega movió el rostro hacia la voz.
—Se me había olvidado que era el primer viernes —dijo.
Después de comprobar con una aspiración profunda que yaestaba el café, retiró la olla del fogón.
—Pon un papel debajo, porque esas pie¬dras están sucias —dijo.
Mina restregó el índice contra las piedras de la hornilla. Estaban sucias, pero de una costra de hollín apelmazado que no ensucia¬ría las mangas si no se frotaban contra las piedras.
—Si se ensucian tú eres la responsable —dijo.
La ciega se había servido unataza de café.
—Tienes rabia —dijo, rodando un asiento hacia el corredor—. Es sacrilegio comulgar cuando se tiene rabia. —Se sentó a tomar el café frente a las rosas del patio. Cuando sonó el tercer toque para misa, Mina retiró las man¬gas de la hornilla, y todavía estaban húmedas. Pero se las puso. El padre Ángel no le daría la comunión con un vestido de hombros des¬cubiertos. No se lavóla cara. Se quitó con una toalla los restos del colorete, recogió en el cuarto el libro de oraciones y la mantilla, y salió a la calle. Un cuarto de hora después estaba de regreso.
—Vas a llegar después del evangelio —dijo la ciega, sentada frente a las rosas del patio.
Mina pasó directamente hacia el excusado.
—No puedo ir a misa —dijo—. Las man¬gas están mojadas ytoda mi ropa sin plan¬char. —Se sintió perseguida por una mirada clarividente.
—Primer viernes y no vas a misa —dijo la ciega.
De vuelta del excusado, Mina se sirvió una taza de café y se sentó contra el quicio de cal, junto a la ciega. Pero no pudo tomar el café.
—Tú tienes la culpa —murmuró, con un rencor sordo, sintiendo que se ahogaba en lágrimas.
—Estásllorando —exclamó la ciega.
Puso el tarro de regar junto a las macetas de orégano y salió al patio, repitiendo:
—Estás llorando.
Mina puso la taza en el suelo antes de in¬corporarse.
—Lloro de rabia —dijo. Y agregó al pasar junto a la abuela—: Tienes que confesarte, porque me hiciste perder la comunión del. pri¬mer viernes.
La ciega permanecióinmóvil esperando que Mina cerrara la puerta del dormitorio. Luego caminó hasta el extremo del corredor. Se in¬clinó, tanteando, hasta encontrar en el suelo la taza intacta. Mientras vertía el café en la olla de barro, siguió diciendo¬:
—Dios sabe que tengo la conciencia tran¬quila.
La madre de Mina salió del dormitorio.
—¿Con quién hablas? —preguntó.
—Con nadie—dijo la ciega—. Ya te he dicho que me estoy volviendo loca.
Encerrada en su cuarto, Mina se desaboto¬nó el corpiño y sacó tres llavecitas que llevaba prendidas con un alfiler de nodriza. Con una de las llaves abrió la gaveta inferior del ar¬mario y extrajo un baúl de madera en miniatura. Lo abrió con la otra llave. Adentro había un paquete de cartas en papeles de co¬lor, atadas con...
Regístrate para leer el documento completo.