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(PIO BAROJA)
Y era en la isla de Ceilán, en el séptimo siglo antes de la venida de Cristo, en la séptima encarnación de mi alma, en el tiempo en que Sakyamouni predicaba por elmundo y enseñaba la ley, ley de gracia para todos los hombres. Y era en la isla de Ceilán…
Y mi alma triste había encarnado el cuerpo de un paria. En los momentos de descanso, tras de las rudasfaenas, un compañero, esclavo como nosotros, leía las plegarias y los himnos santos, santos himnos que escribieron el solitario de la familia de los Sakyas y sus discípulos. Y yo oía las sentencias deBuda, pero no meditaba en el dolor, ni en la muerte, ni en la miseria de las alegrías del hombre. Meditaciones que abren al asceta las puertas de la misteriosa ciudad de Nirvana, en donde se es sin ser, yen donde se duerme el eterno sueño del aniquilamiento; lejos, muy lejos de las miserias y de las torpezas del mundo, en los dominios de la paciencia y del reposo, fuera del ingrato océano de lacreación dolorosa.
Y mi corazón estaba turbado por la vanidad y mis ojos no veían la luz en el camino. Porque amaba los goces de la vida, falsos como el eco de las cavernas y como las sombras reflejadasen los ríos, y quería apurar la copa del placer, que es tan sólo receptáculo del dolor y de la liviandad.
Y el espíritu, inspirador de los deseos y de las pasiones, me infundió el entusiasmo por laaborrecible existencia.
“¿Qué necesito –pensé- para encontrar la dicha? Ser libre, la libertad basta para mi dicha”.
Y fui libre y me acosó la miseria, y viví desgraciado años y años.
Y no encontréla dicha.
“¡Oh! –pensé entonces-. ¡Qué engaño el mío! No basta la libertad para ser dichoso. Se necesita también la riqueza.
Un día me encontré dueño de una fortuna considerable, y vi satisfechos sinesfuerzos mis necesidades y mis deseos.
Y no encontré la dicha.
“¿De qué me vale la riqueza –dije después- si mis mayores ambiciones no puedo satisfacerlas? ¡Oh! Si yo fuera poderoso”.
Y fui...
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