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Malba Tahan
CAPÍTULO XVI
Leyenda sobre el juego de ajedrez, contada al califa de Bagdad, Al-Motacen
Billah, Emir de los Creyentes, por Beremís Samir, el “Hombre que calculaba”.
ifícil, será descubrir, dada la vaguedad de los documentos antiguos, la
época exacta en que vivió y reinó en la India un príncipe llamado Iadava,
dueño de la provincia de Taligana.Sería injusto, sin embargo, ocultar
que el nombre de ese soberano es mencionado por varios historiadores
hindúes, como el de uno de los monarcas más generosos y ricos de su
tiempo.
La guerra, con su cortejo inimitable de calamidades, amargó mucho la
vida del rey Iadava, cambiando el ocio y el placer de que gozaba la realeza, en las más
inquietantes atribulaciones. Fiel al deber que le imponía laCorona, de velar por la
tranquilidad de sus súbditos, se vio el hombre bueno y generoso obligado a empuñar la
espada para repeler, al frente de un pequeño ejército, un insólito y brutal ataque del
aventurero Varangul, que se decía príncipe de Calian.
El choque violento de los dos rivales sembró de muertos los campos de Dacsina y tiñó de
sangre las aguas sagradas del río Shandú. El rey Iadavatenía –según lo que revela la crítica
de los historiadores- singular aptitud militar; sereno, elaboró un plan de batalla para impedir
la invasión, y tan hábil y afortunado fue al ejecutarlo, que logró vencer y aniquilar por
completo a los malintencionados perturbadores de la paz de su reino.
El triunfo sobre los fanáticos de Varangul le costó, desgraciadamente, grandes sacrificios;
muchosjóvenes “quichatrias”1 pagaron con la vida la seguridad de un trono para prestigio
de una dinastía; y entre los muertos, con el pecho atravesado por certera flecha, quedó en
el campo de batalla el príncipe Adjamir, hijo del rey Iadava, quien patrióticamente se
sacrificó en el momento culminante de la lucha, para salvar la posición que dio a los suyos la
victoria final.
Colaboración de GuillermoMejía
1
Preparado por Patricio Barros
Antonio Bravo
El Hombre que Calculaba
Malba Tahan
Terminada la cruenta campaña y asegurados los nuevos límites de su frontera, regresó el
rey a su suntuoso palacio de Andra, prohibiendo, sin embargo, las ruidosas manifestaciones
con que los hindúes festejan sus victorias. Encerrado en sus habitaciones, solo salía de ellas
para atender alos ministros y sabios brahmanes cuando algún grave problema nacional lo
obligaba a decidir, como jefe de Estado, en interés y para la felicidad de sus súbditos.
Con el correr de los días, en lugar de pagarse los recuerdos de la penosa campaña, más se
agravaban la angustia y la tristeza que, desde entonces, oprimían el corazón del rey. ¿De
que le podrían servir, en verdad, los ricos palacios,los elefantes de guerra, los tesoros
inmensos, si ya no vivía a su lado aquel que fuera la razón de su existencia? ¿Qué valor
podrían tener, a los ojos de un padre inconsolable, las riquezas materiales, que no borrarían
nunca el recuerdo del hijo desaparecido?
Los pormenores de la batalla en que pereciera el príncipe Adjamir no abandonaban su
pensamiento. El infeliz monarca pasaba largas horastrazando, sobre una gran caja de
arena, las diversas maniobras realizadas por las tropas durante el asalto. Un surco indicaba
la marcha de la infantería; otro, paralelo, a su lado, mostraba el avance de los elefantes de
guerra; un poco más abajo, representada en pequeños círculos, dispuestos con simetría, se
perfilada la temida caballería, comandada por un viejo “radj”2, que se decía bajo laprotección de Tchandra, la diosa de la Luna. Así, por medio de gráficos, esbozaba el rey la
colocación de las tropas, estando las enemigas desventajosamente colocadas, gracias a su
estrategia, en el campo en que se libró la batalla decisiva.
Una vez completo el cuadro de los combatientes, con todos los detalles que pudiera evocar,
borraba el rey todo, y comenzaba otra vez, como si sintiese...
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