Señor Xaviers

Ascuas del pasado

1

—Señor Xaviers, — dijo Dory, la enfermera decrépita de lacio pelo castaño, mientras asomaba su rostro horripilante por los barrotes de la puerta. —Es la hora de su medicación.

Lucièn miró al suelo, resignado. Ya sabía lo que quería decir aquella vieja arpía con medicación.

Lucièn Xaviers se encontraba encerrado en una celda de recuperación dentro del Centro deSalud Mental de Sainte Clémence. Las paredes estaban totalmente cubiertas de espejos, pues existía la creencia bastante extendida entre los animólogos de que meditar contemplando el propio reflejo ayudaba a curar todos los males del alma. El suelo y los techos eran de mármol blanco, de una sobriedad muy pesada. La propia puerta era también un espejo, con una sección cortada en la que había barrotescolocados por los que las enfermeras podían vigilar al interno y dirigirse a él.

El interior de la celda de Lucièn olía como la muerte. No había ningún lugar donde hacer sus necesidades, y no recordaba cuándo había sido la última vez que había tenido la oportunidad de asearse. ¿Cuánto había pasado desde aquella vez? ¿Siete semanas? ¿Quizás seis? El tiempo parecía haberse quedado estancado, ydentro de aquella prisión de espejos no parecían existir ni los segundos, ni los minutos, ni las horas.

—¿No podríamos postergar la sesión, querida? — contestó a la enfermera. No le apetecía pasar otro agradable rato soportando la terapia a la que lo sometían diariamente.

Lucièn miraba su reflejo en el espejo mientras esperaba la contestación a su respuesta. Ya no sentía desesperación alcontemplar su cabeza desprovista de sus cabellos pelirrojos, ni al observar el alto grado de deterioro de su piel pálida. La tristeza que en días anteriores reflejaban sus ojos carmesíes había dado paso a la indiferencia. Ya casi se había acostumbrado a llevar aquella camisa de fuerza negra, y apenas sentía dolor en los brazos entumecidos.

—Me temo que eso no es posible, señor Xaviers. El doctorSalem ha ordenado que todo esté preparado en diez minutos, así que en breve vendrán los ayudantes para acompañarlo hasta la sala de curas.

—¡Dirá que en breve vendrán los verdugos para arrastrarme a la sala de torturas! — gritó Lucièn, furioso al escuchar a la enfermera. —¿Por qué hablar con eufemismos a estas alturas? ¿No soy acaso un prisionero, y no un paciente? ¿Quién tiene potestad para juzgarquien perdió el juicio y quien está aún cuerdo? Demonios, Dory, sabe tan bien como yo que no me ocurre absolutamente nada. ¡Dígaselo a ese condenado doctor!

La enfermera lo miró con unos ojos fríos y crueles. Lucièn sabía que aquella mujer era una fiera implacable, que se limitaba a facilitarle alimento y agua cuando el hambre y la sed eran ya insoportables.

—Cálmese, señor Xaviers. En unmomento todo habrá terminado.

—¡Hasta mañana, ¿verdad?!

—Eso lo veremos mañana, señor Xaviers. ¿No le parece osado hacer planes para un día en el que quizás no sigamos con vida?

El rostro de Lucièn se tensó, y unas gotas de sudor frío surcaron sus facciones.

—No me importa perder la vida, si es que se puede llamar vida a esta condena.

—Todos los que partieron con los dioses seguroque se cambiarían por usted. No lo olvide.

Tras pronunciar estas palabras, la enfermera se retiró de la puerta justo antes de que esta se abriera. Por ella entraron dos hombres altos y fornidos ataviados con batas blancas. Llevaban el rostro cubierto con una capucha del mismo color de la bata, como todos los médicos del centro.

—Qué desconsiderados, señores—, dijo Lucièn. —¿No saben llamarantes de entrar?

Pero ninguno de los dos hombres contestó. Cada uno de ellos se situó a un lado de Lucièn y lo cogieron de un brazo. Salieron de la celda lentamente, sin que él ofreciera resistencia alguna.

Al salir de su prisión, Lucièn cerró los ojos. No quería contemplar los horrores que aquel lugar infame ofrecía a los que se atrevieran a recorrer sus largos corredores.

Podía notar los...