Silvina Ocampo La Boda
La boda
Silvina Ocampo
Que una muchacha de la edad de Roberta se fijara en mí, saliera a pasear conmigo, me hiciera
confidencias, era una dicha que ninguna de mis amigas tenía. Me dominaba y yo la quería no porque
me comprara bombones o bolitas de vidrio o lápices de colores, sino porque me hablaba a veces como
si yo fuera grande y a veces como si ella y yo fuéramos dos chicas de siete años. Es misterioso el
dominio que Roberta ejercía sobre mí: ella decía que yo adivinaba sus pensamientos, sus deseos. Tenía
sed: yo le alcanzaba un vaso de agua, sin que me lo pidiera. Estaba acalorada: la abanicaba o le traía
un pañuelo humedecido en agua de Colonia. Tenía dolor de cabeza: le ofrecía una aspirina o una taza
de café. Quería una flor: yo se la daba. Si me hubiera ordenado “Gabriela, tírate por la ventana” o
“pon tu mano en las brasas” o “corre a las vías del tren para que el tren te aplaste”, lo hubiera hecho
en el acto.
Vivíamos todos en los arrabales de la ciudad de Córdoba. Arminda López era vecina mía y Roberta
Carma vivía en la casa de enfrente. Arminda López y Roberta Carma se querían como primas que
eran, pero a veces se hablaban con acritud: todo surgía por las conversaciones de vestidos o de ropa
interior o de peinados o de novios que tenían. Nunca pensaban en su trabajo. A la media cuadra de
nuestras casas se encontraba la peluquería LAS OLAS BONITAS. Ahí, Roberta me llevaba una vez
por mes. Mientras que le teñían el pelo de rubio con agua oxigenada y amoníaco, yo jugaba con los
guantes del peluquero, con el vaporizador, con las peinetas, con las horquillas, con el secador que
parecía el yelmo de un guerrero y con una peluca vieja, que el peluquero me cedía con mucha
amabilidad. Me agradaba aquella peluca, más que nada en el mundo, más que los paseos a Ongamira
o al Pan de Azúcar, más que los alfajores de arrope o que aquel caballo azulejo que montaba en el
terreno baldío para la vuelta a la manzana, sin riendas y sin montura y que me distraía de mis estudios.
El compromiso de Arminda López me distrajo más que la peluquería y que los paseos. Tuve malas
notas, las peores de mi vida, en aquellos días. Roberta me llevaba a pasear en tranvía hasta la
confitería Oriental. Ahí tomábamos chocolate con vainillas y algún muchacho se acercaba para
conversar con ella. De vuelta en el tranvía me decía que Arminda tenía más suerte que ella, porque a los veinte años las mujeres tenían que enamorarse o tirarse al río.
¿Qué río? preguntaba yo, perturbada por las confidencias.
No entiendes. Qué le vas a hacer. Eres muy pequeña.
Cuando me case, me mandaré hacer un hermoso rodete había dicho Arminda, mi peinado llamará la
atención.
Roberta reía y protestaba:
Qué anticuada. Ya no se usan los rodetes. Estás equivocada. Se usan de nuevo respondía Arminda. Verás, si no llamo la atención.
Los preparativos para la boda fueron largos y minuciosos. El traje de novia era suntuoso. Una puntilla
de la abuela materna adornaba la bata, un encaje de la abuela paterna (para que no se resintiera)
adornaba el tocado. La modista probó el vestido a Arminda cinco veces. Arrodillada y con la boca
llena de alfileres la modista redondeaba el ruedo de la falda o agregaba pinzas al nacimiento de la bata.
Cinco veces del brazo de su padre, Arminda cruzó el patio de la casa, entró en su dormitorio y se
detuvo frente a un espejo para ver el efecto que hacían los pliegues de la falda con el movimiento de
su paso. El peinado era tal vez lo que ...
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