sinsajo- juegos del hambre
Utilizo una técnica que me sugirió uno de los médicos: em-piezo con las cosas más simples de las que estoy segura y voy avanzando hacia las más complicadas. La lista empieza a darme vueltas en la cabeza:
«Me llamo Katniss Everdeen. Tengo diecisiete años. Mi casa está en el Distrito 12. Estuve en los Juegos del Hambre. Escapé.
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El Capitolio me odia. A Peeta lo capturaron. Lo creen muerto. Seguramente estará muerto. Probablemente seamejor que esté muerto...».
—Katniss. ¿Quieres que baje? —me dice mi mejor amigo, Gale, a través del intercomunicador que los rebeldes me han obligado a llevar. Está arriba, en uno de los aerodeslizadores, observándome atentamente, listo para bajar en picado si algo va mal.
Me doy cuenta de que estoy agachada con los codos sobre los muslos y la cabeza entre las manos. Debo de parecer al borde de unataque de nervios. Eso no me vale, no cuando por fin empie- zan a quitarme la medicación.
Me pongo de pie y rechazo su oferta.
—No, estoy bien.
Para dar más énfasis a la afirmación, empiezo a alejarme de
mi antigua casa y me dirijo a la ciudad. Gale pidió que lo solta- ran en el 12 conmigo, pero no insistió cuando me negué. Com- prende que hoy no quiero a nadie a mi lado, ni siquiera a él.Algunos paseos hay que darlos solos.
El verano ha sido abrasador y más seco que la suela de un zapato. Apenas ha llovido, así que los montones de ceniza deja- dos por el ataque siguen prácticamente intactos. Mis pisadas los mueven de un lado a otro; no hay brisa que los desperdigue. Mantengo la mirada fija en lo que recuerdo como la carretera, ya que cuando aterricé en la Pradera no tuve cuidado y medi con- tra una roca. Sin embargo, no era una roca, sino una calavera. Rodó y rodó hasta quedar boca arriba, y durante un buen rato no pude evitar mirarle los dientes preguntándome de quién se-
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rían, pensando en que los míos seguramente tendrían el mismo aspecto en circunstancias similares.
Sigo la carretera por costumbre, pero resulta ser una mala elección porque estácubierta de los restos de los que intentaron huir. Algunos están incinerados por completo, aunque otros, quizá vencidos por el humo, escaparon de lo peor de las llamas y yacen en distintas fases de apestosa descomposición, carroña para animales, llenos de moscas. «Yo te maté —pienso al pasar junto a una pila—. Y a ti. Y a ti».
Porque lo hice, fue mi flecha, lanzada al punto débil del cam- po de fuerzaque rodeaba la arena, lo que provocó esta tormenta de venganza, lo que hizo estallar el caos en Panem.
Oigo en mi cabeza lo que me dijo el presidente Snow la ma- ñana que empezábamos la Gira de la Victoria: «Katniss Ever- deen, la chica en llamas, ha encendido una chispa que, si no se apaga, podría crecer hasta convertirse en el incendio que destru- ya Panem». Resulta que no exageraba niintentaba asustarme. Quizá intentara pedirme ayuda de verdad, pero yo ya había puesto en marcha algo que no podía controlar.
«Arde, sigue ardiendo», pienso, entumecida. A lo lejos, los incendios de las minas de carbón escupen humo negro, aunque no queda nadie a quien le importe. Más del noventa por ciento de la población ha muerto. Los ochocientos restantes son refu- giados en el Distrito 13, lo que,...
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