subterra
Con el cuerpo inclinado y el fusil entre las manos temblorosas, el Palomo, un viejecillo pequeño
Y seco como una avellana, a pasos cortos sobre sus piernas vacilantes sigue losrastros que las pisadas de las perdices dejan en la arena.
De pronto se irguió, deteniéndose ante un grupo de espinos y de litres achaparrados: el rastro tan pacientemente seguido terminaba allí:Rodeo el matorral tiró el gatillo: una magnífica perdiz con las plumas medio chamuscadas por el fogonazo ocupó su sitio en el morral vacío.
Terminaba la tarea cuando el silbido de la perdiz quelevanta el vuelo lo hizo volverse con presteza.Apoyó la culata en el hombro y soltó el tiro.
-¡Quita allá, Napoleón!
Pero ya era tarde: la perdiz a la cual la mira había atravesado el cuello, acababade desaparecer en las fauces de un enorme perro de presa. El amo del perrazo era el mayordomo de la hacienda, hombre autoritario y brutal que hubiera vengado cruelmente cualquier ofensa hecha a sufavorito.
El viejo, descorazonado y triste, sin pensar en el desquite se alejaba con tardo paso de aquel infausto sitio cuando de pronto se detuvo sorprendido. El morral había triplicado su peso.Echó una Echó una rápida ojeada por encima del hombro y sus grises ojillos relampaguearon. El dogo, cogiendo delicadamente con los dientes el saco, trataba de desprenderlo del cordón que lo sujetaba.¡Dios santo! Qué ira le acometió.
Exasperado por aquella obstinada persecución tentó un último recurso: dejó caer con disimulo el arma a un lado de la senda y con las manos en los bolsillos, como undesocupado que se pasea para estirar las piernas, siguió andando sin volver la cabeza. El ardid tuvo un éxito decisivo: después de un corto trecho, Napoleón, lanzándose al pasar una mirada de reojo,tomó la delantera; se alejaba al trote con el rabo caído y las orejas gachas, sin mirar atrás.
Recobró el fusil y se internó en un bosquecillo de boldos y arrayanes.
Alargó el brazo y oprimió...
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