Taste And Other Tales

Páginas: 38 (9425 palabras) Publicado: 30 de abril de 2012
The Way up to Heaven La señora Foster había sufrido toda su vida un miedo casi patológico a perder trenes, aviones, barcos, y hasta telones, en los teatros. Aunque en otros aspectos no era una mujer particularmente nerviosa, la sola idea de llegar con retraso en ocasiones como las enumeradas la ponía en un estado de excitación tal que le daban espasmos. No era cosa de mucha importancia: unpequeño músculo que se le agarrotaba en la esquina del ojo izquierdo, como un guiño secreto. Lo enojoso, sin embargo, era que la contracción se negaba a desaparecer hasta cosa de una hora después de alcanzado sin novedad el tren, o el avión, o lo que hubiera de tomar. Es realmente extraordinario el que un temor suscitado por algo tan simple como perder un tren pueda, en ciertas personas, convertirse enuna seria obsesión. Media hora antes, como mínimo, de que se hiciese necesario partir hacia la estación, la señora Foster salía del ascensor lista para marchar, con el sombrero y el abrigo puestos, y a continuación, de todo punto incapaz de sentarse, comenzaba a trajinar y agitarse de habitación en habitación, hasta que su marido, que no podía ignorar el estado en que se encontraba, emergía por finde sus aposentos y en tono seco, desapasionado, señalaba que tal vez fuera hora de ponerse en marcha, ¿no? Es posible que el señor Foster estuviese en su derecho de irritarse ante esa simpleza de su esposa; lo que resultaba inexcusable era que acrecentase su desazón haciéndola esperar sin necesidad. Cosa que, ¡cuidado!, ni siquiera se hubiera podido demostrar, aunque medía tan bien su tiempocuando quiera que habían de ir a alguna parte —ya me entienden: sólo uno o dos minutos de retraso—, y su actitud era tan suave, que se hacía difícil creer que no buscara infligir una pequeña pero abominable tortura personal a la pobre señora. Y si algo le constaba, es que ella no se habría atrevido por nada del mundo a levantar la voz y pedirle que se apresurase: la tenía demasiado bien disciplinadapara eso. Otra cosa que sin duda había de saber era que, llevando la demora incluso más allá del límite de lo prudencial, podía ponerla al borde de la histeria. Una o dos veces, en los últimos años de su vida de casados, casi había parecido que deseara perder el tren, con el único fin de intensificar el sufrimiento de la infeliz. Supuesta la culpabilidad del marido (que tampoco puede darse porcierta), lo que hacía doblemente irrazonable su actitud era el hecho de que, exceptuada esa pequeña flaqueza incorregible, la señora Foster era y había sido en todo momento una esposa bondadosa y amante que por espacio de más de treinta años le había servido con competencia y lealtad. A ese respecto no había duda alguna: incluso ella, con ser una mujer muy modesta, así lo veía. Y, por mucho quellevase años rechazando la idea de que el señor Foster quisiera atormentarla deliberadamente, a veces, en los últimos tiempos, habíase sorprendido a sí misma en el umbral de la sospecha. El señor Eugene Foster, que frisaba los setenta años, vivía con su esposa en Nueva York, en la Calle Sesenta y Dos Este, en una casona de seis plantas atendida por cuatro sirvientes. El lugar era sombrío y recibíanpocas visitas. Ello no obstante, la casa había cobrado vida aquella particular mañana de enero y el trajín era mucho. Mientras una de las doncellas repartía por las habitaciones montones de sábanas con que proteger los muebles contra el polvo, otra las colocaba. El mayordomo transportaba a la planta baja maletas que dejaba en el zaguán. El cocinero subía una y otra vez de sus dependencias, paraconsultar con el mayordomo. Y la señora Foster, por su parte, vestida con un anticuado abrigo de pieles y tocada con un sombrero negro, volaba de una a otra habitación fingiendo vigilar todas aquellas operaciones, cuando lo único que en realidad ocupaba su pensamiento era la idea de que, como su esposo no saliese pronto de su estudio y se aprestara, iba a perder el avión. —¿Qué hora es, Walker?...
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