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EL PRINCIPE RANA
En aquellos tiempos, cuando las hadas iban y venían por los aires, cuando las brujas buenas preparaban jarabes para curar la tos y los sabañones, y cuando las brujasmalas mandaban hechizos horrorosos a todos aquellos que les caían mal, existió un rey que tenía dos hijas.
La mayor, que se llamaba Lidia, era tan guapa que si hubiera nacido en nuestro tiempocon toda seguridad la habrían elegido Miss Universo. Su cabello era rubio y brillante como el oro, su piel blanca y resplandeciente como la madre perla, sus ojos grandes y azules como unlago de montaña, y su boca, aunque todavía no se había inventado el pintalabios, era de un ojo tan subido como el de los rubíes. ¡Y para que hablar de su tipo! Con decir que hoy en díapodría ser una preciosa modelo, no hay que añadir ni una palabra más.
La segunda, cuyo nombre era Laura, no reunía ni mucho menos tal cantidad de perfecciones; en realidad podría pensarse queera más bien vulgarcita. Aunque mucha de la gente del palacio, con el rey a la cabeza, pensaba que la alegría que brillaba en sus ojos, el sonido cristalino de su risa, y su enorme simpatía ybuen humor, eran mil veces cautivadores que las prendas que adornaban a la hermana mayor. Ciertamente, su cutis no tenía la blancura que debe tener la piel de las princesas, ya que era muyaficionada a cuidar de su jardín y le gustaba sentir el sol en la cara sin importarle nada el que le salieran pecas. Tampoco su boca tenía la medida exacta del piñón que tanto gustaba enla época; quizá resultara algo grande, aunque daba gloria ver sus blancos y fuertes dientes cuando reía. ¡Y reía tan a menudo…! De ningún modo su pelo podría compararse con el oro, perotenía el lustre rojizo y cálido de las castañas en otoño. Por otra parte dentro de su pecho guardaba un corazón grande y generoso que se abría de par en par a todo aquel que la necesitaba.