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La piltrafa sanguinolenta voló y los perros saltaron tras ella y después los cuatro juntos
cayeron hechos un nudo al suelo,disputándose el trozo de carne caliente aún, casi viva. Lo
desgarraron, revoleándolo por la tierra y ladrándole, babosos los hocicos colorados y los
paladares granujientos,los ojos amarillos fulgurando en sus rostros estrechos. Los hombres se
apegaron a los muros. Devorada la charcha los perros volvieron a danzar alrededor de don
Alejo,no de don Céspedes que fue quien los alimentó, como si supieran que el caballero de
manta es el dueño de la carne que comen y de las viñas que guardan. El los acaricia—sus
cuatro perros negros como la sombra de los lobos tienen los colmillos sanguinarios, las
pesadas patas feroces de la raza más pura.
—No. Hasta que me pagues todaslas cuotas que faltan. No tengo ninguna confianza en
ti. Estoy viejo y me voy a morir y no quiero dejar asuntos sueltos por ahí...
—Pero cómo quiere, pues, don Alejo...El suelo era un barrial ensangrentado. Los perros lo husmeaban, resoplando en busca de
algún resto que lamer. Pancho Vega apretó los dientes. Miró a Octavio que le guiñóun ojo, no
se agite compadre, espérese, que vamos a arreglar este asunto entre nosotros. Pero era duro
este gallo jubilado. Oyeron las campanillas de la iglesia.
—¿No vas a ir a misa, Pancho?
No contestó.
—Cuando eras chico, para las misiones, ayudabas. A la pobre Blanca le gustaba tanto
verte, tan piadoso, tan lindo que eras. Yesas confesiones tan largas, nos moríamos de la
risa... ¿Y usted, don Céspedes?
—Cómo no, patrón...
— ¿Ves? ¿Cómo don Céspedes va a misa?
Pancho miró a Octavio,
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