Tormento
Benito Pérez Galdós
I Esquina de las Descalzas. Dos embozados, que entran en escena poropuesto lado, tropiezan uno con otro. Es de noche.
EMBOZADO PRIMERO.—¡Bruto! EMBOZADO SEGUNDO.—El bruto será él.
—¿No ve usted el camino? —¿Y usted no tiene ojos?... Por poco me tira al suelo. —Yo voy por mi camino. —Y yo por el mío. —Vaya enhoramala. (Siguiendo hacia la derecha.) —¡Quétío! —Si te cojo, chiquillo... (Deteniéndose amenazador.) te enseñaré ahablar con las personas mayores. (Observa atento al embozado segundo.)Pero yo conozco esa cara. ¡Con cien mil de a caballo!... ¿No eres tú...? —Pues a usted le conozco yo. Esa cara, si no es la del Demonio, es lade D. José Ido del Sagrario.
—¡Felipe de mis entretelas! (Dejando caer el embozo y abriendo losbrazos.) ¿Quién tehabía de conocer tan entapujado? Eres el mismísimoAristóteles. ¡Dame otro abrazo... otro! —¡Vaya un encuentro! Créame, D. José; me alegro de verle más que si mehubiera encontrado un bolsón de dinero. —¿Pero dónde te metes, hijo? ¿Qué es de tu vida? —Es largo de contar. ¿Y qué es de la de usted? —¡Oh!... déjame tomar respiro. ¿Tienes prisa? —No mucha. —Pues echemos un párrafo. La noche está fresca,y no es cosa de quehagamos tertulia en esta desamparada plazuela. Vámonos al café deLepanto, que no está lejos. Te convido. —Convidaré yo. —Hola, hola... Parece que hay fondos. —Así, así... ¿Y usted qué tal? —¿Yo? Francamente, naturalmente, si te digo que ahora estoy echando elmejor pelo que se me ha visto, puede que no lo creas. —Bien, Sr. de Ido. Yo había preguntado varias veces por usted, ycomonadie me daba razón, decía: «¿qué habrá sido de aquel bendito?». Entran en el café de Lepanto, triste, pobre y desmanteladoestablecimiento que ha desaparecido ya de la Plaza de Santo Domingo, sindejar sombra ni huella de sus pasadas glorias. Instálanse en unamesa y piden café y copas. IDO DEL SAGRARIO.—(Con solemnidad, depositando sobre la mesa sus doscodos como objetos que habrían estorbadoen otra parte.) Tan deseososestamos los dos de contar nuestras cuitas y de dar rienda suelta alrelato de nuestras andanzas y felicidades, que no sé si tomar yo ladelantera o dejar que empieces tú. ARISTO.—(Quitándose la capa y poniéndola muy bien doblada en unabanqueta próxima a la suya.) Como usted quiera. —Veo que tienes buena capa... Y corbata con alfiler como la de unseñorito... Y ropa muydecente. Chico... tú has heredado. ¿Con quiénandas? ¿Te ha salido algún tío de Indias?
—Es que tengo ahora, para decirlo de una vez, el mejor amo del mundo.Debajo del sol no hay otro, ni es posible que lo vuelva a haber. —¡Bien, bravo! Un aplauso para ese espejo de los amos. ¿Pero es tandesordenado como aquel D. Alejandro Miquis? —Todo lo contrario. —¿Estudiante? —(Con orgullo.) ¡Capitalista!—Chico... me dejas con la boca abierta. ¿Es muy rico? —Lo que tiene... (Expresando con voz y gesto la inmensidad.) no seacierta a contar. —¡Otra que tal! ¿No te dije que Dios se había de acordar de tialgún día?.. Y dime ahora con franqueza: ¿cómo me encuentras? —(Sin disimular sus ganas de reír.) Pues le encuentro a usted... —(Con alborozo y soltando del inferior labio hilos de transparentebaba.)Dilo, hombrecito, dilo. —Pues le encuentro a usted... gordo. —(Con inefable regocijo.) Sí, sí; otros me lo han dicho también.Nicanora asegura que aumento dos libras por mes... Es que la felizmudanza de mi oficio, de mi carrera, de mi arte de vivir, ha deexpresarse en estas míseras carnes. Ya no soy desbravador de chicos; yano me ocupo en trocar las bestias en hombres, que es lo mismo quefabricaringratos. ¿No te anuncié que pensaba cambiar aquel menguadotrabajo por otro más honroso y lucrativo?... Tomome de escribiente unautor de novelas por entregas. Él dictaba, yo escribía... Mi mano unrayo... Hombre contentísimo... Cada reparto una onza. Cae mi autorenfermo y me dice: «Ido, acabe ese capítulo». Cojo mi pluma, y ¡ras!, loacabo y enjareto otro, y otro. Chico, yo mismo me asustaba. Mi...
Regístrate para leer el documento completo.