Trabajo De Gabriel Garcia

Páginas: 6 (1383 palabras) Publicado: 19 de junio de 2014
El año de mis noventa años quise regalarme una noche de amor loco con unaadolescente virgen. Me acordé de Rosa Cabarcas, la dueña de una casa clandestina que solía avisar a sus buenos clientes cuando tenía una novedad disponible. Nunca sucumbí a ésa ni a ninguna de susmuchas tentaciones obscenas, pero ella no creía en la pureza de mis principios. También la moral es un asunto de tiempo, decía,con una sonrisa maligna, ya lo verás. Era algo menor que yo, y no sabía deella desde hacía tantos años que bien podía haber muerto. Pero al primer timbrazo reconocí la voz en el teléfono, y le disparé sin preámbulos: Empecé por preguntarme cuándo tomé conciencia de ser viejo y creo que fue muy
poco antes de aquel día. A los cuarenta y dos años había acudido al médico con un
dolor de espaldas queme estorbaba para respirar. El no le dio importancia: Es un
dolor natural a su edad, me dijo.

-En ese caso -le dije yo-, lo que no es natural es mi edad.

El médico me hizo una sonrisa de lástima. Veo que es usted un filósofo, me dijo. Fue
la primera vez que pensé en mi edad en términos de vejez, pero no tardé en
olvidarlo. Me acostumbré a despertar cada día con un dolor distintoque iba
cambiando de lugar y forma a medida que pasaban los años. A veces parecía ser un
zarpazo de la muerte y al día siguiente se esfumaba. Por esa época oí decir que el
primer síntoma de la vejez es que uno empieza a parecerse a su padre. Debo estar
condenado a la juventud eterna, pensé entonces, porque mi perfil equino no se
parecerá nunca al caribe crudo que fue mi padre, ni alromano imperial de mi madre.
La verdad es que los primeros cambios son tan lentos que apenas si se notan, y uno
sigue viéndose desde dentro como había sido siempre, pero los otros los advierten
desde fuera.

En la quinta década había empezado a imaginarme lo que era la vejez cuando noté
los primeros huecos de la memoria. Sabaneaba la casa buscando los espejuelos
hasta que descubría quelos llevaba puestos, o me metía con ellos en la regadera, o
me ponía los de leer sin quitarme los de larga vista. Un día desayuné dos veces
porque olvidé la primera, y aprendí a reconocer la alarma de mis amigos cuando no
se atrevían a advertirme que les estaba contando el mismo cuento que les conté la
semana anterior. Para entonces tenía en la memoria una lista de rostros conocidos y
otracon los nombres de cada uno, pero en el momento de saludar no conseguía que
coincidieran las caras con los nombres.

Mi edad sexual no me preocupó nunca, porque mis poderes no dependían tanto de
mí como de ellas, y ellas saben el cómo y el porqué cuando quieren. Hoy me río de
los muchachos de ochenta que consultan al médico asustados por estos
sobresaltos, sin saber que en los noventason peores, pero ya no importan: son
riesgos de estar vivo. En cambio, es un triunfo de la vida que la memoria de los
viejos se pierda para las cosas que no son esenciales, pero que raras veces falle
para las que de verdad nos interesan. Cicerón lo ilustró de una plumada:

No hay un anciano que olvide dónde escondió su tesoro.

Con esas reflexiones, y otras varias, había terminadoun primer borrador de la nota
cuando el sol de agosto estalló entre los almendros del parque y el buque fluvial del
correo, retrasado una semana por la sequía, entró bramando en el canal del puerto.
Pensé: Ahí llegan mis noventa años. Nunca sabré por qué, ni lo pretendo, pero fue al
conjuro de aquella evocación arrasadora cuando decidí llamar por teléfono a Rosa
Cabarcas para que meayudara a honorar mi aniversario con una noche libertina.
Llevaba años de santa paz con mi cuerpo, dedicado a la relectura errática de mis
clásicos y a mis programas privados de música culta, pero el deseo de aquel día fue
tan apremiante que me pareció un recado de Dios. Después de la llamada no pude
seguir escribiendo. Colgué la hamaca en un recodo de la biblioteca donde no da el
sol por...
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