Trabajo Final
y desmadejado, como si estuviera seguro que de verdad, esta vez sería definitivo. C
onfinado al frío de las paredes blancas y al silencio de los pasillos olorosos a
desinfectante, así transcurrían lentamente mis días.
Para qué iba a quejarme entonces de la soledad, con qué derecho, si pasé media vida
intentando que la gente me olvidara. Huyendo de esa benevolencia que se le ofrece al
acomplejado, al incomprendido, a quien no encuentra en su locura un camino simple
hacia la muerte. Qué vergüenza con ustedes, doctores: dos intentos fallidos de suicidio
y cero epitafios sobre mi cabeza.
Sin embargo, les digo, no todo fue tan triste después del tiempo con las lunas. Una
noche, mientras fingía dormir, vi que una pareja de ustedes caminaba así, como quien
juega buscando un escondite ambientado incluso con conteo en mi memoria. Les
seguí, no sé qué fecha era si están considerando el turno de aquel tiempo, pero
recuerdo los lunares de esas nalgas blancas de la rubia sobreactuada: ruborizados en
alto relieve por la famosa meseta de su especie, ofrecidos al miembro sin guante de un
hombre que operaba ya sin pulso.
A partir de ahí todo se hizo mundano y llevadero. No sé cuántas veces más se repitió la
misma escena: sombras, murmullos, pasos, risas: todas invitaciones formales dirigidas
a mi nombre en la asistencia del cortejo. Cuatro juegos en promedio seminales
(semanales para los que eligen ser muy serios), debía rendir entonces y aguantar en
trio el trote. Para esto, adopté el ritmo de los abuelos que dormían por las tardes; mi
preocupación consistía ahora en las periódicas muestras de sangre: ¿acaso no la tenía
toda en mis genitales? Estudié con gracia la idea de graduar el brazalete y pincharme el pito en el baño.
En resumen, después de los exámenes, se evidenció mi mejoría en gratitud al coito
ajeno y ya hablaban de un milagro, que de seguir así, sin duda, me daría pronto de
alta. Así que disculpen mi pobreza en cuanto a los valores, caballeros, pero algo debía
hacer por mí y por ustedes: no tragar las pastillas, no comer, tal vez fingir otro intento
de suicidio habría sido más patético. Pero lo ideal, según la fila india de todos mis
impulsos, era contagiarme una infección sexual con esa rubia en la clandestinidad de
los pasillos.
Jueves siete marcaba el calendario. Una y quince el reloj, madrugada. Mi propia danza
de apareamiento digna del animal ansioso. Después de dos rondas, sudando por
nervios más no por placer, me llega el susurro arrinconado de una voz que apenas
reconozco... que toma forma de Julia en cuanto se proyecta la luz en su torso. Ella, la
historia de amor que todavía no he contado. La que también mejora por ver cómo es
que un loco satisface sus deseos .(Daniel Acevedo Franco)
El cuerpo como es natural, crea reacciones ante tantos medicamentos, ahora la
morfina había subido a mi cabeza y me transportaba frente a frente con la imagen
grotescas de la habitación en la que julia dio su último respiro, mientras a la espalda de
la camilla trescientos cuarenta del tercer piso retumbaba el gemido silencioso de un
dolor de entrega, el mismo que sintió Julia la noche en la que nos conocimos, noche
que pesaría en la conciencia de ambos.
No la puedo mirar a los ojos, ¿que pensara?, tal vez se reirá de la patética situación en
la que estoy, lo malo es que me visita tres veces por semana y me pregunta còmo
estoy, que espera que le responda, que sea comùn como todos los pacientes de la
línea psiquiátrica o que ...
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