Ultima Cena

Páginas: 8 (1946 palabras) Publicado: 27 de junio de 2012
Última Cena.
 Jaime Collyer.Había sido, años atrás, miembro activo de la iglesia anabaptista de Amsterdam, un dato que justificaba por sí solo su historia y sustribulaciones: una tragedia en cualquier caso menor, de variantesgastronómicas y religiosas. Se había apartado de la iglesia y losevangelios por temor, la misma razón por la que otros perseveran. Nosrelató su aventura entre complacido einquieto, en algún simposium deetnología al que asistimos Laura y yo, sin conocerle. Se apellidaba Vander Haag, era delgado, rubio, fibroso, bien parecido. Tendría treinta ycinco años, llevaba espejuelos y evidenciaba, ya entonces, ampliasentradas en la frente, aparte del entrecejo en permanente tensión. Sehabría desplomado a temprana edad en antropología y teoríalingüísticaen Lovaina. Hablaba perfectamente el español, algo de italiano ytambién algo de alemán.--Y la lengua maquenda –añadió cuando nos presentábamos.--¿La qué? –preguntó Laura.--El dialecto de una tribu amazónica –aclaró. Ya les hablaré de eso.Me parece que a su modo recatado se sintió atraído por él. Quizás debíaausentarme una mañana del simposium para que lo resolvieran. Quizáslo hicieron, sin necesidad de que me ausentara unamañana delsimposium.En posteriores encuentros nos detalló su vida y se resolvió aconfesarnos, en la cafetería del lugar, la razón de su entrecejoatormentado, esa historia de la Amazonía. Fiel a la tradición familiar, sehabía sumado, tras graduarse en Lovaina y volver a su país a la iglesiaanabaptista. Su adhesión a la epopeya calvinista fue calculada, segúnnos confesó en el segundo whisky.Representaba para él la posibilidadde sumarse alguna vez a una de las misiones que su iglesia desarrollabaen el Tercer Mundo y otras latitudes abandonadas mayoritariamente deDios. Antes hubo de esperar, armarse de paciencia, dictar clases delingüística en alguna facultad de Amsterdam. A veces, para hacerméritos ante sus pastores, recorrió por las tardes la ciudad en bicicleta,extraviándose entre loscanales y edificaciones de la periferia urbana,golpeando a cada puerta de los hogares inmigrantes para ofrecer aquien apareciera en el umbral las publicaciones de su iglesia. Laura y yonos sentimos vagamente conformes de saber que esas cosas también leocurrían a un doctorado en Lovaina. Muchos adquirían las mencionadaspublicaciones a cambio de algún donativo escaso, para librarse de Vander Haag y sushuestes.Había en su relato un matiz de ironía , algo que delataba suprogresivo alejamiento de los evangelios: algo, quizás el traqueteo juvenil, fatigado, por las calles de Amsterdam había desgastadoirremediablemente su fe hasta convertirla en un despojo, un remedo delfervor inicial. Antes de que todo se le redujera a un montón de arenaentre los dedos, antes del resentimiento y la ironía. Antes deltemor.Con el simposium a punto de concluir averiguamos al fin susrazones íntimas –que parecía deseoso de exorcizar en las orejas de un
 
[2]tercero--, las mismas que lo habían convertido, al final, en un misionerode signo inverso, en el hombre que proclamaba las ventajas delagnosticismo, “los peligros de la fe…”--Es mejor prescindir de Dios –repetía cuando el tercer whiskyhabía embebido ya sucerebro--. Dejarlo quizá para los aviones. ¡Paracuando hay tormenta!Cierto día, sus pastores lo convocaron a su diócesis local paraindicarle que habían aprobado su postulación para alguna de lasmisiones que la orden pensaba enviar a nuevos puntos del TercerMundo. Van der Haag pensó en África o en el sudeste asiático. Lapropuesta fue bastante más exótica: se trataba de contactar con algunacomunidadde la Amazonía, recién detectada en la selva por unestudioso alemán. Era la tribu de los maquenda, parientes lejanos de loschamacoco y los guaraníes. Eran poco más de dos centenares; eso lossituaba en un punto crítico, al borde de la extinción. Andaban desnudos,construían sin paredes –apenas un techo de hojas sostenido en cuatropilares—y se alimentaban de ciertas especies animales y peces,...
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