Una muerte muy dulce- Simone De Beauvoir

Páginas: 102 (25331 palabras) Publicado: 22 de marzo de 2013
Una muerte muy dulce
Título original: Une mort très douce
Primera edición en México: agosto de 2002
© 1964, Simone de Beauvoir
© 2002, Editorial Sudamericana, S.A.
Humberto I 531, Buenos Aires
© 1975, por la traducción, María Elena Santillán
ISBN: 950-07-2279-8
Impreso en México



No entres con tranquilidad en esta buena
noche. La vejez debería arder de furia, al
caer el día;rabia contra la muerte de la
luz.
Dylan Thomas

3

El jueves 24 de octubre de 1963, a las cuatro de la tarde, me encontraba en Roma en mi cuarto del hotel Minerva; tenía que volver en avión al día siguiente y estaba
arreglando papeles cuando sonó el teléfono. Bost me llamaba desde París. "Su madre
tuvo un accidente", me dijo. Pensé: la ha atropellado un auto. Al alzarse dificultosamente dela calzada a la vereda, apoyada en su bastón, un auto la habría atropellado.
"Se ha caído en el baño; se ha roto el cuello del fémur", me dijo Bost. Vivía en el
mismo edificio que ella. La víspera, hacia las diez de la noche, cuando subía la escalera con Olga, advirtieron tres personas que les precedían: una mujer y dos vigilantes. "Es entre el segundo y el tercero", decía la mujer. ¿Le habíaocurrido algo a la
señora de Beauvoir? Sí. Una caída. Durante dos horas se había arrastrado por el piso
hasta alcanzar el teléfono; había pedido a una amiga, la señora Tardieu, que hiciera
saltar la puerta. Bost y Olga habían acompañado al grupo hasta el departamento. Encontraron a mamá tirada en el suelo con su batón de terciopelo cotelé rojo. La doctora
Lacroix, que vive en la casa,diagnosticó una ruptura del cuello del fémur; transportada al servicio de urgencia del hospital Boucicaut, mamá había pasado la noche en una
sala colectiva. "Pero la llevo a la clínica C. -me dijo Bost-. Allí opera uno de los mejores cirujanos de huesos, el profesor B. Ha protestado, tenía mucho miedo que le costara a usted demasiado. Pero he logrado convencerla."
¡Pobre mamá! Había almorzado con ella ami vuelta de Moscú, cinco semanas
antes; como siempre, estaba demacrada. Hubo una época, no muy lejana, en que ella
se jactaba de no aparentar su edad; ahora era imposible equivocarse: era una mujer
de setenta y siete años, muy gastada. La artrosis de cadera que se le había declarado
después de la guerra empeoraba cada año, aun con las curas en Aix-les-Bains y los
masajes; tardaba una hora endar vuelta a la manzana. Dormía mal, y sufría a pesar
de las seis pastillas de aspirina que tomaba por día. Desde hacía dos o tres años, sobre todo desde el invierno pasado, siempre la veía con esas ojeras violetas, esa nariz
contraída, esas mejillas hundidas. Nada grave, decía su médico, el doctor D.; trastornos del hígado, pereza intestinal: recetaba algunas drogas, y dulce de tamarindocontra la constipación. No me sorprendí aquel día que se sintió "achacosa"; lo que me
apenó es que hubiera pasado un verano malo. Hubiera podido veranear en un hotel o
en un convento que aceptara pensionistas. Pero ella esperaba ser invitada, como todos los años, a Meyrignac, por mi prima Jeanne, o a Scharrachbergen, donde vivía mi
hermana. Las dos tuvieron inconvenientes. Ella se quedó en un Parísvacío y lluvioso.
"Yo, que nunca tengo cafard, lo tuve", me dijo. Felizmente, poco tiempo después de
mi visita, mi hermana la recibió en Alsacia durante dos semanas. Ahora sus amigas
estaban en París, y yo volvía; sin esa fractura, sin duda la hubiera encontrado remozada. Tenía el corazón en excelente estado, una tensión de mujer joven: nunca temí
un accidente brutal para ella.
La llamé porteléfono a la clínica, a eso de las seis. Le anunciaba mi vuelta, mi
visita. Me contestó con voz insegura. El profesor B. tomó el auricular, la operaría el
sábado por la mañana. "¡Me has dejado dos meses sin carta!", me dijo cuando me
acerqué a su cama. Protesté: nos habíamos vuelto a ver, le había escrito desde Roma.
Me escuchó con aire incrédulo. Tenía la frente y las manos ardiendo; la...
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