Una mujer amaestrada
Un pequeño monstruo de edad indefinida completaba el elenco. Golpeando su tamborildaba fondo musical a los actos de la mujer, que se reducían a caminar en posición erecta, a salvar algunos obstáculos de papel y a resolver cuestiones de aritmética elemental. Cada vez que una monedarodaba por el suelo, había un breve paréntesis teatral a cargo del público. «¡ Besos!», ordenaba el saltimbanqui. «No. A ése no. Al caballero que arrojó la moneda.» La mujer no acertaba, y una mediadocena de individuos se dejaba besar, con los pelos de punta, entre risas y aplausos. Un guardia se acercó diciendo que aquello estaba prohibido. El domador le tendió un papel mugriento con sellosoficiales, y el policía se fue malhumorado, encogiéndose de hombros.
A decir verdad, las gracias de la mujer no eran cosa del otro mundo. Pero acusaban una paciencia infinita, francamente anormal, porparte del hombre. Y el público sabe agradecer siempre tales esfuerzos. Paga por ver una pulga vestida; y no tanto por la belleza del traje, sino por el trabajo que ha costado ponérselo. Yo mismo hequedado largo rato viendo con admiración a un inválido que hacía con los pies lo que muy pocos podrían hacer con las manos.
Guiado por un ciego impulso de solidaridad, desatendí a la mujer y puse...
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