Una Tarta De Manzana Llena De
Una TARTA de
MANZANA LLENA
de ESPERANZA
Siempre queda una miga...
Traducción:
Sonia Fernández Ordás
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Para Ger
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LA PRIMERA PORCIÓN
T
uvieron que tener preparada una ambulancia a la puerta
de la iglesia por si alguien se desmayaba. Hombres con bra
zaletes verdes dirigían eltráfico. Alguien había escrito com-
pleto
con letras rojas en un cartel que colgaron a la entrada
del aparcamiento. Los vecinos abrieron las verjas de sus jar
dines.
Dentro habían pegado unas grandes tiras de papel en los
respaldos de las primeras cuatro filas de bancos en los cuales
otro cartel decía reservados para 3R, porque solo los alumnos
de esa clase podían sentarse allí.
Todos parecíanaturdidos. Era el Día de Oración por Oscar
Dunleavy, que había desaparecido, presumiblemente estaba
muerto, y nadie se hace nunca a la idea de una cosa así.
El padre Frank se había convertido en el centro absoluto
de atención. Dijo que los compañeros de Oscar iban a nece
sitar tranquilidad, protección y respeto a causa de «las cosas
lamentables, antinaturales e increíbles» que uno experimenta
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cuando presiente que no va a volver a ver a un compañero de
clase.
También íbamos a necesitar mantas, porque la calefacción
de la iglesia se había estropeado justo cuando el tiempo de
febrero había vuelto a cambiar para peor.
Oí al padre Frank cuando hablaba con los padres y les
decía que nos esperaban «unos momentos muy difíciles» al
ver el pupitrevacío de Oscar y pasó junto a su taquilla, pin
tada con un grafiti y que seguía cerrada con un candado que
nadie había tenido el valor de forzar. El padre Frank estaba
en su salsa ante la oportunidad de centrar su atención en
algo distinto de sus quehaceres habituales, que por lo gene
ral se limitaban a pasearse por el colegio y mandar a los
alumnos que recogiéramos nuestros desperdicios o tiráramos el chicle.
Ahora estaba reconfortando a gente triste y traumatizada,
y utilizaba un lenguaje de aflicción y consuelo que por lo
visto dominaba a la perfección.
Explicó que aunque pareciera que todos estábamos bien,
íbamos a tener que enfrentarnos a momentos de descon
cierto cuando la pérdida de Oscar se materializara como un
ataque contra nuestras mentes jóvenes e impresionables, no
solodurante aquellas semanas tristes y vacías, sino a lo largo
de muchos años.
Todos fuimos entrando en fila. Caras pálidas. Narices en
rojecidas. La clase entera se fundió en una única mancha si
lenciosa, un borrón azul de uniformes que palpitaba como
un fantasma gigante.
Cada vez que miraba a la multitud, veía algo que habría
querido no ver: el rostro estremecido de un hombre adulto,
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una mujer que rebuscaba un pañuelo en el bolso, lágrimas
que goteaban de la barbilla de alguno de los asistentes. Se
oían intercambios de saludos en voz baja y toses que sona
ban artificiales.
Y entonces apareció el padre de Oscar, empujando la silla
de ruedas de Stevie; parecían dos eslabones rotos de una
cadena. Durante un segundo, el grito de un bebé rasgó elsilencio, como una explosión de sonido feliz y casual, puro y
nítido en medio de aquella angustia. Había flores, montañas
y montañas de flores, todas azules y amarillas.
–Acianos, ranúnculos –dijo el padre Frank en algún mo
mento de su perorata incesante–. Acianos por el color de sus
ojos, ranúnculos por su alma radiante.
En serio, esas fueron sus palabras.
Una fragancia de hierbas aromáticas yalmizcle flotaba en
el aire. Dio la impresión de que se levantaba polvo de todos
los rincones de la iglesia como una especie de bruma sobre
natural. Y mientras duró aquella ceremonia que nadie de
seaba, todos hicimos lo posible por no mirar a los ojos a
nuestros compañeros.
Estaba casi empezando a creer que el discurso del padre
Frank no iba a acabar nunca, cuando su voz se volvió más
grave,...
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