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Publicado en
24 febrero, 2015
Acuérdate de Urbano Gómez, hijo de don Urbano, nieto de Dimas, aquél que dirigía las
pastorelas y que murió recitando el “rezonga ángel maldito” cuando la época de la
gripe. De esto hace ya años, quizá quince. Pero te debes acordar de él. Acuérdate que
le decíamos “el Abuelo” por aquello de que su otro hijo, Fidencio Gómez, tenía dos
hijas muy juguetonas: una prieta y chaparrita, que por mal nombre le decían la
Arremangada, y la otra que era rete alta y que tenía los ojos zarcos y que hasta se
decía que ni era suya y que por más señas estaba enferma del hipo. Acuérdate del
relajo que armaba cuando estábamos en misa y que a la mera hora de la Elevación
soltaba un ataque de hipo, que parecía como si estuviera riendo y llorando a la vez,
hasta que la sacaban fuera y le daban tantita agua con azúcar y entonces se calmaba.
Esa acabó casándose con Lucio Chico, dueño de la mezcalera que antes fue de
Librado, río arriba, por donde está el molino de linaza de los Teódulos. Acuérdate que a su madre le decían la Berenjena porque siempre andaba metida en
líos y de cada lío salía con un muchacho. Se dice que tuvo su dinerito, pero se lo acabó
en los entierros, pues todos los hijos se le morían recién nacidos y siempre les
mandaba cantar alabanzas, llevándolos al panteón entre música y coros de
monaguillos que cantaban “hosannas” y “glorias” y la canción esa de “ahí te mando,
Señor, otro angelito”. De eso se quedó pobre, porque le resultaba caro cada funeral,
por eso de las canelas que les daba a los invitados del velorio. Sólo le vivieron dos, el
Urbano y la Natalia, que ya nacieron pobres y a los que ella no vio crecer, porque se murió en el último parto que tuvo, ya de grande, pegada a los cincuenta años.
La debes haber conocido, pues era muy discutidora y cada rato andaba en pleito con
las vendedoras en la plaza del mercado porque le querían dar muy caros los jitomates,
pegaba gritos y decía que la estaban robando. Después, ya pobre, se le veía rondando
entre la basura, juntando rabos de cebolla, ejotes ya sancochados y alguno que otro
cañuto de caña “para que se les endulzara la boca a sus hijos”. Tenía dos, como ya te
digo, que fueron los únicos que se le lograron. Después no se supo ya de ella.
Ese Urbano Gómez era más o menos de nuestra edad, apenas unos meses más
grande, muy bueno para jugar a la rayuela y para las trácalas. Acuérdate que nos
vendía clavellinas y nosotros se las comprábamos, cuando lo más fácil era ir a cortarlas
al cerro. Nos vendía mangos verdes que se robaba del mango que estaba en el patio
de la escuela y naranjas con chile que compraba en la portería a dos centavos y que
luego nos las revendía a cinco. Rifaba cuanta porquería y media traía en el bolso:
canicas ágata, trompos y zumbadores y hasta mayates verdes, de esos a los que se
les amarra un hilo en una pata para que no vuelen muy lejos. Nos traficaba a todos,
acuérdate.
Era cuñado de Nachito Rivero, aquel que se volvió tonto a los pocos días de casado y
que Inés, su mujer, para mantenerse tuvo que poner un puesto de tepeche en la garita
del camino real, mientras Nachito se vivía tocando canciones todas refinadas en una
mandolina que le prestaban en la peluquería de don Refugio.
Y nosotros íbamos con Urbano a ver a su hermana, a bebernos el tepeche que siempre
le quedábamos a deber y que nunca le pagábamos, porque nunca teníamos dinero.
Después hasta se quedó sin amigos, porque todos al verlo, le sacábamos la vuelta ...
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