VALADÉS
Sobre el estrado, los ingenieros conversan, ríen. Se golpean unos a otros con bromas
incisivas. Sueltan chistes gruesos cuyo clímax es siempre áspero. Poco a poco su atención se
concentra en el auditorio. Dejan de recordar la última juerga, las intimidades de la muchacha que debutó en la casa de recreo a la que son asiduos. El tema de su charla son ahora esos
hombres, ejidatarios congregados en una asamblea y que están ahí abajo, frente a ellos.
Sí, debemos redimirlos. Hay que incorporarlos a nuestra civilización, limpiándolos por fuera y
enseñándolos a ser sucios por dentro. . .
Es usted un escéptico, ingeniero. Además, pone usted en tela de juicio nuestros esfuerzos, los de la Revolución.
¡Bahl Todo es inútil. Estos jijos son irredimibles. Están podridos en alcohol, en ignorancia.
De nada ha servido repartirles tierras.
Usted es un superficial, un derrotista, compañero. Nosotros tenemos la culpa. Les hemos
dado las tierras, ¿y qué? Estamos ya muy satisfechos. Y el crédito, los abonos, una nueva
técnica agrícola, maquinaria, ¿van a inventar ellos todo eso? El presidente, mientras se atusa los enhiestos bigotes, acariciada asta por la que iza sus dedos
con fruición, observa tras sus gafas, inmune al floreteo de los ingenieros. Cuando el olor
animal, terrestre, picante, de quienes se acomodan en las bancas, cosquillea su olfato, saca un
paliacate y se suena las narices ruidosamente. Él también fue hombre de campo. Pero hace ya mucho tiempo. Ahora, de aquello, la ciudad y su posición sólo le han dejado el pañuelo y la
rugosidad de sus manos.
Los de abajo se sientan con solemnidad, con el recogimiento del hombre campesino que
penetra en un recinto cerrado: la asamblea o el templo. Hablan parcamente y las palabras que
cambian dicen de cosechas, de lluvias, de animales, de créditos. Muchos llevan sus itacates al hombro, cartucheras para combatir el hambre. Algunos fuman, sosegadamente, sin prisa, con
los cigarrillos como si les hubieran crecido en la propia mano.
Otros, de pie, recargados en los muros laterales, con los brazos cruzados sobre el pecho,
hacen una tranquila guardia.
El presidente agita la campanilla y su retintín diluye los murmullos. Primero empiezan los ingenieros. Hablan de los problemas agrarios, de la necesidad de incrementar la producción,
de mejorar los cultivos. Prometen ayuda a los ejidatarios, los estimulan a plantear sus
necesidades.
Queremos ayudarlos, pueden confiar en nosotros.
Ahora, el turno es para los de abajo. El presidente los invita a exponer sus asuntos. Una mano se alza, tímida. Otras la siguen. Van hablando de sus cosas: el agua, el cacique, el crédito, la
escuela. Unos son directos, precisos; otros se enredan, no atinan a expresarse. Se rascan la
cabeza y vuelven el rostro a buscar lo que iban a decir, como si la idea se les hubiera
escondido en algún rincón, en los ojos de un compañero o arriba, donde cuelga un candil.
Allí, en un grupo, hay cuchicheos. Son todos del mismo pueblo. Les preocupa algo grave. Se consultan unos a otros: consideran quién es el que debe tomar la palabra.
Yo crioque Jilipe: sabe mucho
Ora, tú, Juan, tú hablaste aquella vez...
No hay unanimidad. Los aludidos esperan ser empujados. Un viejo, quizá el patriarca, decide:
Pos que le toque a Sacramento...
Sacramento espera.
Andale, levanta la mano... La mano se alza, pero no la ve el presidente. Otras son más visibles y ganan el turno.
Sacramento escudriña al viejo. Uno, muy joven, levanta la suya, bien alta. Sobre el bosque de
hirsutas cabezas pueden verse los cinco dedos morenos, terrosos. La mano es descubierta
por el presidente. La palabra está concedida.
Órale, párate.
La mano baja cuando Sacramento se pone en pie. Trata de hallarle sitio al sombrero. El ...
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