vivan los compañeros
Terminado el almuerzo, Florencio Botero encendió un cigarro
puro, de esos que le venían periódicamente, fabricados y empacados
comoespecialidad para él, y se dispuso, según costumbre, a
charlar un rato de sobremesa con su mujer. La estancia que hacía de
comedor era espaciosa, decorada consencillez y buen gusto, y hasta
con cierta sobria elegancia, como que allí se reunían de cuando en
cuando invitados de la localidad o forasteros amigos que llegaban allugar, de paso, o a permanecer cortas temporadas. Dos grandes ventanas
daban sobre un corredor ancho, con balaustrada, y por ellas
podía verse el accidentado paisajeexterior, limitado en su vasta extensión
por masas de montañas que semejaban encrespado mar.
Los cuarenta y cinco años de Florencio parecían menos si se considerabala frescura de sus facciones, la integridad de sus cabellos
oscuros y el brillo juvenil de sus ojos vivos y penetrantes. Tenía la
frente amplia, la narizligeramente aguileña, el mentón algo pronunciado.
Hablaba con calma, con el acento peculiar de la tierra
y con el tono grave de los hombres que toman en serio la vida y susresponsabilidades.
Tal vez se sentó a la mesa al regresar de alguna de sus habituales
correrías, pues se le notaba aún cierta soflama en el semblante y llevabatodavía puestos los zamarros de piel y el gran pañuelo de color
en torno del cuello. Esto y cierta preocupación que demostraba Gregorio Sánchez Gómez llamaron laatención de su mujer, quien no quiso por el momento
hacerle preguntas, no obstante la inquietud que sintió.
Florencio Botero se anticipó a sus interrogaciones.
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