Yu Hua

Páginas: 247 (61560 palabras) Publicado: 24 de julio de 2012
Diseño original de la colección:
Josep Bagá Associats

Título original: Huozhe
Primera edición: mayo 2010
©Yu Hua, 1993

Derechos exclusivos de edición en español
reservados para todo el mundo:
© Editorial Seix Barral, S. A., 2010
Avda. Diagonal, 662-664 08034 Barcelona

© Traducción: Anne-Hélène Suárez Girard, 2010

ISBN: 978-84-322-2873-5
Depósito legal: B.16.772 – 2010
Impreso en España

@ Está permitida la reproducción total o parcial de esta obra siempre y cuando sea para uso personal de los lectores y sin fines comerciales ni ánimo lucrativo, sin que en estos casos se pueda alterar, transformar o generar una obra derivada a partir de esta obra.
Con diez años menos que ahora, encontré un trabajo que era una bicoca, consistente en recorrerel campo en busca de canciones populares. Durante todo ese verano, como un gorrión revoloteando a su aire, estuve vagando por una zona rural inundada de sol y de cigarras.
Me gustaba beber ese té acre de los campesinos. Dejaban los cubos de té bajo los árboles de las sendas que separaban los bancales, y yo, sin el menor escrúpulo, cogía un tazón incrustado de posos, lo llenaba hasta arriba ybebía directamente, además de llenar mi cantimplora; intercambiaba unas cuantas tonterías con los hombres que trabajaban en los bancales y me iba como si tal cosa en medio de las risitas furtivas que mi presencia había provocado entre las chicas.
Un día estuve charlando toda una tarde con un anciano que vigilaba un melonar, fue la vez en que más melones comí en toda mi vida; cuando me levantépara despedirme, me vi de repente andando con paso pesado de embarazada. Luego me senté en el quicio de una puerta con una abuela, que me cantó Encinta de diez lunas[1] mientras tejía sandalias de esparto.
Lo que más me gustaba era sentarme delante de alguna casa de pueblo, cuando llegaba el crepúsculo, a contemplar cómo rociaban el suelo con agua del pozo, para abatir el polvo en suspensión,mientras el haz luminoso del poniente acariciaba la cima de los árboles. Cogía entonces el abanico que me ofrecían, probaba sus verduras en salmuera, más saladas que la mar, miraba a las chicas, hablaba con los hombres.
Iba con un sombrero de paja de ala ancha en la cabeza, chanclas en los pies y una toalla colgada del cinturón por detrás, que iba azotándome el trasero como la cola de un caballo.Me pasaba el día lanzando grandes bostezos, recorriendo sin rumbo los caminitos que separaban los campos, con las chanclas chasqueando —tris tras, tris tras— y levantando nubes de polvo como si fueran estrepitosas ruedas de carro.
Deambulaba por todas partes, sin saber ya muy bien en qué aldeas había estado y en cuáles no. A menudo, al aproximarme a algún pueblo, oía a los niños gritar:
—¡Yaestá aquí el bostezón!
Así se enteraban en el pueblo de que había vuelto el hombre que sabía contar historias picantes y cantar canciones de amor. En realidad, todas esas historias picantes y esas canciones de amor las había aprendido de ellos. Yo sabía qué era lo que les gustaba y, naturalmente, eso mismo era lo que me gustaba a mí.
Una vez me encontré con un anciano sollozando, sentado enal borde de un campo con la cara tumefacta y amoratada, totalmente alterado por la tristeza que llevaba dentro. Cuando me vio acercarme, alzó el rostro, y su llanto se hizo más sonoro. Le pregunté quién le había dado esa paliza. Mientras se rascaba el barro del pantalón, me contestó furioso que había sido el descastado de su hijo. Pero luego, cuando le pregunté por qué, no fue capaz de respondermás que con evasivas, y comprendí inmediatamente que sin duda había intentado algo poco honroso con su nuera.
Otra noche iba yo con una linterna, a toda prisa en la oscuridad, cuando iluminé junto a una laguna dos cuerpos desnudos, uno encima del otro. Al alumbrarlos quedaron inmóviles, salvo una mano que se rascó discretamente la pierna. Apagué inmediatamente la linterna y me alejé.
Una...
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