A Sangre Fria

Páginas: 18 (4441 palabras) Publicado: 6 de noviembre de 2012
EL HOMBRE DEL CIGARRILLO
Clemente Palma
Aquel día era un 29 de febrero. Yo cumplía años: 46 años hacía de que, por el juego
funcional biológico de los sexos, el amor de mis padres se resolvía en una hora de dolor y en
la eclosión de un conjunto de células organizadas y coordinadas que constituyeron el niño, el
joven, el hombre que bajo la razón social de Klingsor, escribe estas líneas. Porefecto de mi
dispepsia nerviosa había estado insomne en la noche y me había pasado las horas |en
meditación sobre la inutilidad de mi vida. Lo suficientemente rico para no necesitar de poner
a contribución el músculo ni el pensamiento, en la satisfacción de mis necesidades y de mis
placeres, toda mi juventud trascurrió en la mayor disolución en las ciudades de Europa, Asia
y América máspropicias para la vida agitada y alegre y extenuadora. Llegué a la edad madura
con el alma y el cuerpo gastados, sin haber hecho nada de provecho para mí ni para nadie.
Y cuando creía que mi espíritu era incapaz de sentir el amor, ese amor puro y sentimental que
hace cifrar la felicidad en el afecto noble y sereno de una mujer, bella o fea, pero que por
razones de sutilezaespiritual nos impresiona como la única que responde a nuestras exigencias
afectivas, cuando empezaba a sentir el frío del hogar solitario y me resignaba a esa espantosa
tristeza de la vida fungiforme, me enamoré como un idiota de una mujer joven, buena y bella,
a cuyo corazón toqué tarde, pues amaba con pasión fuerte y sana a un hombre, joven también
y digno de ella. Mi amor y mi fortuna pesaronmucho menos en su alma que el amor del varón
pobre a quien había entregado su corazón. Era justo, y, por ser justo, era irremediable mi
desgracia y terrible mi rabia y mi impotencia. Por eso, aquel día de mi cumpleaños, en que
amanecí con la boca amarga y el pensamiento lleno de sombras, resolví matarme. Tras de
rápida y tranquila selección de los géneros de muerte al uso en los suicidios,elegí la horca.
Tenía noticias de que los ahorcados tienen una muerte dulce y se me había asegurado que, en
los pocos segundos en que el sujeto físico se debate en las convulsiones agónicas, se produce
una delectable sensación de amor que me imaginaba habría de darme la emoción suprema de
la posesión de Annabel en el deliquio de la muerte. Y como el morir, por mucho que sea una
cosa seria, no veíaque fuera motivo de protocolo especial, me vestí como de costumbre, como
de costumbre me desayuné, como de costumbre leí los diarios de la mañana, di las órdenes
normales a mi servidumbre y salí a la calle. Al pasar por casa del cordelero compré cuatro
metros de una cuerda de seda delgada y de color rojo que, en concepto del cordelero, a quien
consulté el punto, riéndome, era suficiente paraque me pudiera colgar de un árbol
regularmente frondoso. Guardé la cuerda en el bolsillo de mi gabán.
En las afueras de la ciudad había precisamente un magnífico bosque en el que tendría
ocasión amplia de escogitar el árbol que más me conviniera, sin temor a estorbos, pues, esa
arboleda, frecuentada en los días festivos por los enamorados, en los días de trabajo estaba
solitaria. Bastantetiempo empleé en cruzar la ciudad antes de llegar a los extramuros, porque
a cada momento me tropezaba con amigos, algunos de los cuales me detuvieron para charlas
insustanciales, comento de noticias, indagaciones necias sobre tópicos banales. Recuerdo que
con alguno me cité para cenar en la noche después de ver el estreno de una ópera nueva.
Había comenzado el trecho de campo abierto que seinterponía entre la ciudad y el bosque, y
en uno de los tapiales del camino vi sentado a un hombre de mediana edad, decentemente
vestido, hombre de la clase media que por lo demás nada ofrecía de particular en su aspecto.
De fisonomía vulgar, parecía abstraído en una lectura divertida, pues me pareció verle sonreír
burlonamente en dos o tres pasajes de su lectura. Cuando llegué cerca de él,...
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