deber
Isabel Allende
Tenía el nombre de Belisa Crepusculario, pero no por fe de bautismo o acierto de su
madre, sino porque ella misma lo buscó hasta encontrarlo y se vistió con é1. Su oficio
era vender palabras. Recorría el país, desde las regiones más altas y frías hasta las costas
calientes, instalándose en las ferias y en los mercados, donde montaba cuatro palos con
un toldo de lienzo, bajo el cual se protegía del sol y de la lluvia para atender a su
clientela. No necesitaba pregonar su mercadería, porque de tanto caminar por aquí y por
allí, todos la conocían. Había quienes la aguardaban de un año para otro, y cuando
aparecía por la aldea con su atado bajo el brazo hacían cola frente a su tenderete. Vendía
a precios justos. Por cinco centavos entregaba versos de memoria, por siete mejoraba la
calidad de los sueños, por nueve escribía cartas de enamorados, por doce inventaba
insultos para enemigos irreconciliables. También vendía cuentos, pero no eran cuentos
de fantasía, sino largas historias verdaderas que recitaba de corrido sin saltarse nada. Así llevaba las nuevas de un pueblo a otro. La gente le pagaba por agregar una o dos líneas:
nació un niño, murió fulano, se casaron nuestros hijos, se quemaron las cosechas. En
cada lugar se juntaba una pequeña multitud a su alrededor para oírla cuando comenzaba
a hablar y así se enteraban de las vidas de otros, de los parientes lejanos, de los pormenores de la Guerra Civil. A quien le comprara cincuenta centavos, ella le regalaba
una palabra secreta para espantar la melancolía. No era la misma para todos, por
supuesto, porque eso habría sido un engaño colectivo. Cada uno recibía la suya con la
certeza de que nadie más la empleaba para ese fin en el universo y más allá.
Belisa Crepusculario había nacido en una familia tan mísera, que ni siquiera poseía
nombres para llamar a sus hijos. Vino al mundo y creció en la región más inhóspita,
donde algunos años las lluvias se convierten en avalanchas de agua que se llevan todo, y
en otros no cae ni una gota del cielo, el sol se agranda hasta ocupar el Horizonte entero
y el mundo se convierte en un desierto. Hasta que cumplió doce años no tuvo otra
ocupación ni virtud que sobrevivir al hambre y la fatiga de siglos. Durante una
interminable sequía le tocó enterrar a cuatro hermanos menores y cuando comprendió
que llegaba su turno, decidió echar a andar por las l1anuras en dirección al mar, a ver si
en el viaje lograba burlar a la muerte. La tierra estaba erosionada, partida en profundas
grietas, sembrada de piedras, fósiles de árboles y de arbustos espinudos, esqueletos le
animales blanqueados por el calor. De vez en cuando tropezaba con familias que, como
ella, iban hacia el sur siguiendo el espejismo del agua. Algunos habían iniciado la
marcha llevando sus pertenencias al hombro o en carretillas, pero apenas podían mover
sus propios huesos y a poco andar debían abandonar sus cosas. Se arrastraban
penosamente, con la piel convertida en cuero de lagarto y sus ojos quemados por la
reverberación de la luz. Belisa los saludaba con un gesto al pasar, pero no se detenía,
porque no podía gastar sus fuerzas en ejercicios de compasión. Muchos cayeron por el
camino, pero ella era tan tozuda que consiguió atravesar el infierno y arribó por fin a los
primeros manantiales, finos hilos de agua, casi invisibles, que alimentaban una
vegetación raquítica, y que más adelante se convertían en riachuelos y esteros.
Belisa Crepusculario salvó la vida y además descubrió por casualidad la escritura. Al ...
Regístrate para leer el documento completo.