Mio Cid

Páginas: 10 (2298 palabras) Publicado: 12 de marzo de 2013
Arabia
La calle North Richmond, por ser un callejón sin salida, era una calle callada, excepto en la hora en que la escuela de los Hermanos Cristianos soltaba a sus alumnos. Al fondo del callejón había una casa de dos pisos deshabitada y separada de sus vecinas por su terreno cuadrado. Las otras casas de la calle, conscientes de las familias decentes que vivían en ellas, se miraban unas a otrascon imperturbables caras pardas. El inquilino anterior de nuestra casa, sacerdote él, había muerto en la saleta interior. El aire, de tiempo atrás enclaustrado, permanecía estancado en toda la casa, y el cuarto de desahogo detrás de la cocina estaba atiborrado de viejos papeles inservibles. Entre ellos encontré muchos libros forrados en papel, con sus páginas dobladas y húmedas: El abate, deWalter Scott; La devota comunicante y Las memorias de Vidocq. Me gustaba más este último porque sus páginas eran amarillas. El jardín silvestre detrás de la casa tenía un manzano en el medio y unos cuantos arbustos desparramados, debajo de uno de los cuales encontré una bomba de bicicleta oxidada que perteneció al difunto. Era un cura caritativo; en su testamento dejó todo su dinero para obras pías, ylos muebles de la casa, a su hermana.Cuando llegaron los cortos días de invierno oscurecía antes de que hubiéramos acabado de comer. Cuando nos reuníamos en la calle, ya las casas se habían hecho sombrías. El pedazo de cielo sobre nuestra cabezas era de un color violeta fluctuante y las luces de la calle dirigían hacia allá sus débiles focos. El aire frío mordía, pero jugábamos hasta que nuestroscuerpos relucían. Nuestros gritos hacían eco en la calle silenciosa. Nuestra carreras nos llevaban por entre los oscuros callejones fangosos detrás de las casas, donde pasábamos bajo la baqueta de las salvajes tribus de las chozas hasta los portillos de los oscuros jardines escurridizos en que se levantaban tufos de los cenizales, y los oscuros, olorosos establos donde un cochero peinaba y alisabael pelo a su caballo o sacaba música de arneses y de estribos. Cuando regresábamos a nuestra calle, ya las luces de las cocinas bañaban el lugar. Si veíamos a mi tío doblando la esquina, nos escondíamos en la oscuridad hasta que entraba en la casa. O si la hermana de Mangan salía a la puerta llamando a su hermano para el té, desde nuestra oscuridad la veíamos oteando calle arriba y calle abajo.Aguardábamos todos hasta ver si se quedaba o entraba, y si se quedaba dejábamos nuestro escondite y, resignados, caminábamos hasta el quicio de la casa de Mangan. Allí nos esperaba ella, su cuerpo recortado contra la luz que salía de la puerta entreabierta. Su hermano siempre se burlaba de ella antes de hacerle caso, y yo me quedaba junto a la reja a mirarla. Al moverse ella, su vestido bailaba consu cuerpo y echaba a un lado y otro su trenza sedosa.Todas las mañanas me tiraba al suelo de la sala delantera para vigilar su puerta. Para que no me viera bajaba las cortinas a una pulgada del marco. Cuando salía a la puerta mi corazón daba un vuelco. Corría al pasillo, agarraba mis libros y le caía atrás. Procuraba tener siempre a la vista su cuerpo moreno, y cuando llegábamos cerca del sitiodonde nuestro camino se bifurcaba, apretaba yo el paso y la alcanzaba. Esto ocurría un día tras otro. Nunca había hablado con ella, si exceptuamos esas pocas palabras de ocasión; sin embargo, su nombre era como un reclamo para mi sangre alocada.Su imagen me acompañaba hasta los sitios más hostiles al amor. Cuando mi tía iba al mercado los sábados por la tarde, yo tenía que ir con ella para ayudarlaa cargar los mandados. Caminábamos por calles bulliciosas hostigados por borrachos y baratilleros, entre las maldiciones de los trabajadores, las agudas letanías de los pregoneros que hacían guardia junto a los barriles de mejillas de cerdo, el tono nasal de los cantantes callejeros que entonaban un oigan esto todos sobre O’Donovan Rossa o la balada sobre los líos de la tierra natal. Tales...
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