El problema del puente de thor
Arthur Conan Doyle
En algún sitio de los sótanos del banco Cox and Co., en Charing Cross, hay un estuche metálico de documentos, maltratado y desgastado por los viajes, con mi nombre pintado en la tapa: John H. Watson, M.D., anteriormente del Ejército de la India. Está atestado de papeles, casi todos los cuales son informes sobre casos que ilustran loscuriosos problemas que en diversos momentos tuvo que examinar el señor Sherlock Holmes. Algunos, y no menos interesantes, fueron completos fracasos, y como tales no admiten que se les relate, ya que no se llega a ninguna explicación definitiva. Un problema sin solución puede interesar al estudioso, pero es difícil que no moleste al lector corriente. Entre estos casos no concluidos está el del señorJames Phillimore, quien, volviendo atrás hacia su casa para buscar su paraguas, desapareció de este mundo sin dejar rastro. No menos notable es el del barco Alicia, que zarpó una mañana de primavera y se metió en un pequeño banco de niebla del que jamás volvió a salir, sin que se supiera más de él ni de su tripulación. Otro caso digno de nota es el Isador Persano, el conocido periodista y duelista, aquien se encontró en estado de locura, mirando fijamente una caja de cerillas que tenía delante y que contenía un curioso gusano, al parecer desconocido para la ciencia. Aparte de esos casos no sondeados, hay algunos que implican los secretos de familias particulares, hasta un punto que significaría la consternación en muchos ambientes elevados si se creyera posible que hallaran su camino hastala letra impresa. No necesito decir que tal quebrantamiento de confianza es impensable, y que esos informes se apartarán y se destruirán ahora que mi amigo tiene tiempo para dedicar sus energías a otro asunto. Queda un considerable remanente de casos de mayor o menor interés, que yo podría haber publicado antes si no hubiera temido dar al público un hartazgo que repercutiera en la reputación de unhombre a quien admiro por encima de todos. En algunos estuve metido yo mismo y puedo hablar como testigo de vista, mientras que en otros, o no estuve presente o tuve un papel tan pequeño que sólo podrían contarse como por parte de una tercera persona. El siguiente relato está sacado de mi propia experiencia.
Era una desapacible mañana de octubre, y observé, al vestirme, cómo las últimas hojasque quedaban iban siendo arrebatadas del solitario plátano que agracia el terreno de detrás de nuestra casa. Bajé a desayunar preparado para encontrar a mi compañero deprimido, pues, como todos los grandes artistas, fácilmente se dejaba impresionar por su ambiente. Por el contrario, vi que casi había terminado su desayuno y que su humor era especialmente luminoso y alegre, con ese buen ánimo algosiniestro que caracterizaba sus momentos más ligeros.
– ¿Tiene algún caso, Holmes? –Hice notar.
– La facultad de deducción es ciertamente contagiosa, Watson –respondió–. Le ha hecho capaz de sondear mi secreto. Sí, tengo un caso. Tras un mes de trivialidades y estancamiento, las ruedas se ponen en marcha otra vez.
– ¿Podría compartirlo?
– Hay poco que compartir, pero podemos discutirlocuando haya consumido un par de huevos duros con que nos ha favorecido nuestra cocinera. Su estado quizá no deje de tener relación con el ejemplar del Family Herald que observé ayer en la mesa del vestíbulo. Incluso un asunto tan trivial como el cocer un huevo requiere una atención que sea consciente del paso del tiempo, incompatible con la novela de amor de esa excelente publicación.
Un cuartode hora después, la mesa estaba despejada y nosotros cara a cara. El había sacado una carta del bolsillo.
– ¿Ha oído hablar de Neil Gibson, el Rey del Oro? –dijo.
– ¿Quiere decir el senador americano?
– Bueno, una vez fue senador por algún estado del Oeste, pero se le conoce más como el mayor magnate de minas de oro del mundo.
– Sí, sé de él. Seguro que lleva viviendo algún tiempo...
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