ggggrefrefkerjfkjerkfjerkfjkrjkerjfkerjfearlo, pero entonces recaía en la contemplación involuntaria de la estatuilla sobre la columna, y era corno volver a aquella tarde dorada decigarras y de olor a hierbas en que increíblemente Somoza y él la habían desenterrado en la isla. Se acordaba de cómo Thérése, unos metros más allá sobre el peñón desde donde se alcanzaba adistinguir el litoral de Paros, había vuelto la cabeza al oír el grito de Somoza, y tras un segundo de vacilación había corrido hacia ellos olvidando que tenía en la mano el corpiño rojo de sudeux pieces, para inclinarse sobre el pozo de donde brotaban las manos de Somoza con la estatuilla casi irreconocible de moho y adherencias calcáreas, hasta que Morand con una mezcla decólera y risa le gritó que se cubriera, y Thérése se enderezó mirándolo como si no comprendiera, y de golpe les dio la espalda y escondió los senos entre las manos mientras Somoza tendía laestatuilla a Morand y saltaba fuera del pozo. Casi sin transición Morand recordó las horas siguientes, la noche en las tiendas de campaña a orillas del torrente, la sombra de Thérésecaminando bajo la luna entre los olivos, y era como si ahora la voz de Somoza, reverberando monótona en el taller de escultura casi vacío, le llegara también desde aquella noche, formando partede su recuerdo, cuando le había insinuado confusamente su absurda esperanza y él, entre dos tragos de vino resinoso, había reído alegremente y lo había tratado de falso arqueólogo y deincurable poeta. “No hay palabras para eso”, acababa de decir Somoza. “Por lo menos nuestras palabras.” En la tienda de campaña en lo hondo del valle de Skoros, sus manos habían sostenido laestatuilla y la habían acariciado para terminar de quitarle su falso ropaje de tiempo y de olvido (Thérése, entre los olivos, seguía enfurruñada por la reprensión de Morand, por
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