IS THERE ANYBODY OUT THERE? De paredes, tatuajes y humanismos.
IS THERE ANYBODY OUT THERE?
De paredes, tatuajes y humanismos.
Don Juan Manuel, mi españolísimo abuelo paterno, cabrón hasta la médula, senil ya hacía varios años, tenía especial predilección por blasfemar mis tendencias socialistas y misgustos musicales, tachándolos de estrafalarios en los días que prefería no defenestrarlos con su muy particular lenguaje soez. El día que notó mi primera incursión artística corporal, blasfemó a la “mare que me parió” y, presa de un síncope, señaló que los dos martillos cruzados que había tatuado en un lugar donde el sol no brilla parecían la esvástica nazi.
El hecho es que mi ya octogenarioabuelo poco comprendía los impactos e influjos de la música en el arte corporal, o del cuerpo como vehículo de una estética subcultural. Y tampoco podría comprender jamás (y nunca lo hizo) la huella imborrable de los martillos en algo mucho más profundo que mi vana corporeidad –con perdón de Monsieur Foucault, claro. El hecho es que pasar el emblema de la mítica ópera-rock-progresiva-psicotrópica dela banda inglesa Pink Floyd The Wall de mi espíritu a mi piel conllevó una alternación que Berger y Luckmann podrían haber tomado de caso de estudio para su La construcción social de la realidad.
Pink Floyd gobierna mi vida desde que tengo memoria. Mi madre, ex militante peronista, había ido al estreno de The Wall en alguno de los antros de perdición que eran los cines clandestinos durante laúltima dictadura militar y decidió que parte de mi educación política sería una muy temprana exposición a los sortilegios de la psicodelia musicalmente animada de la película. Habiendo ya alcanzado la adultez griega de siete años enteros, mi muy imperativa madre concluyó que atarme al sillón del living y dejar rodar el VHS sería lo ideal. Desde ese instante, Pink Floyd y yo comenzamos un idilioculminado por mi tatuaje, sólo exacerbado cuando, guiada por mi año de nacimiento, compré el video de Roger Waters en vivo en Berlín en 1990.
Si bien poco sabía de los eventos mundiales que habían tenido lugar en Berlín ocho meses antes de que Waters organizara el multitudinario concierto acompañado por artistas de la talla de Van Morrison, Scorpions, Cindy Lauper y Sinead O’Connor, supuse que elefecto de construir una pared que separa músico y audiencia era intenso desde un punto de vista inicialmente estético. Mi adolescencia me sorprendió revisando constantemente la semiología misma del muro, conociendo ya los acontecimientos que habían sucedido en plena Guerra Fría, sabiendo que la pared era un recurso del bajista de Pink Floyd para efectivamente desligarse del público intrínsecamentedemandante. Ya en mi temprana adultez, no ceso de analizar la relación dialéctica entre la pared y aquello que la destroza, que irrumpe con una violencia explosiva, avasallante y espectacular. Y ahí apareció, también, Jean-François Lyotard para devastar mis nociones sociales e instaurarme la noción de postmodernismo.
Me descubrí leyendo La condición postmoderna cierta tarde lluviosa. MonsieurLyotard, pues, explicaba que el postmodernismo nacía con la muerte de la Segunda Guerra Mundial, caracterizada por el postindustrialismo, postliberalismo, postkeynesianismo que sacudieron la economía europea en los albores de la década del ’50. Los grandes relatos que servían de aglutinante entre las facciones sociales, proveedores del sentido unívoco de las realidades, desaparecieron con los humosbélicos de la SGM. La misma base del meta-relato se diluyó y esfumó: la historia perdió su linealidad. Los relatos emancipatorios, hegelianos y funcionalistas, característicos de la Modernidad, habían caído y el nihilismo (ya cómodamente fundado sobre los cimientos que Frederick Nietzsche le había construido) ocupó el trono de la filosofía popular. Matar a Dios fue eliminar la explicación...
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