La ciudadela
I
Ya entrada la tarde, a un día de octubre del año 1924, un hombre joven, vestido sin preocupación, miraba distraídamente a través de la ventanilla de un compartimiento de tercera clase en el tren casi vacíó que, procedente de Swansea, ascendía penosamente por el valle de Penowell Durante todo aquel día Manson había viajado desde el norte, trasbordando en Carlisle y Shrewsbury yno obstante, en la etapa final de su tedioso viaje, hallábase más preocupado aún por la perspectiva de su puesto, el primero de su carrera de médico en esa extraña y fea región. Afuera, una lluvia torrencial oscurecía el espacio comprendido éntre las montañas que se alzaban a los lados de la única vía férrea. Las cimas de las elevaciones ocultábanse en la gris extensión del cielo, pero susladeras descendían negras y desoladas, con las cicatrices de las excavaciones mineras, manchadas aquí y allá por grandes montones de escoria por los que vagaban algunas ovejas sucias, con la vana esperanza de hallar pastos. No se veía un arbusto ni una brizna de vegetación. Los árboles, contemplados a la luz declinante, eran magros y escuálidos espectros. En una curva de la línea dejóse ver elresplandor rojizo de una fundición, iluminando a una veintena de trabajadores desnudos hasta la cintura, con los torsos tensos y los brazos levantados en actitud de golpear. Aunque el cuadro desapareció rápidamente tras la confusión de las maquinarias de una mina, persistía una sensación tensa y vívida de fuerza. Manson suspiró profundamente. Sintió una afluencia de energía, una súbita y sobrecogedoraalegría, nacida de la esperanza y la promesa del futuro. Había llegado la noche, subrayando lo extraño y remoto del cuadro, cuando media hora después la máquina se detenía resoplando en Drineffy. Por fin había llegado. Tomando la maleta, Manson saltó del tren y recorrió apresuradamente la plataforma, buscando anhelosamente una señal de bienvenida. A la salida de la estación, junto a un farol agitadopor el viento, esperaba un anciano de rostro amarillento, sombrero, e impermeable como un camisón. Escudriñó a Manson con ojos ictéricos y, al hablar, su voz chirrió con acento desagradable. -¿El nuevo ayudante del doctor Page? -Así es. Me llamo Andrés Manson.
-Oh! Yo me llamo Tomás. Suelen decirme "el viejo Tomás". Aquí tengo el coche. Suba... a menos que prefiera nadar. -Manson introdujo sumaleta y trepó al desvencijado cochecito, tirado por un caballo negro, grande y huesudo. Tomás lo siguió, empuñó las riendas y estimuló al animal. -jVamos, Taffy! -exclamó. Partieron al través de la población que, pese al propósito de Andrés de darse cuenta de su trazado, debido a la fuerte lluvia sólo dejaba ver un confuso agrupamiento de casas alineadas bajo las altas y siempre presentesmontañas. Durante varios minutos el viejo cochero no pronunció una palabra, sino que siguió dirigiendo miradas pesimistas a Andrés por debajo del ala de su sombrero que chorreaba. No se parecía en absoluto al gigante cochero de un médico afortunado, sino que, por el contrario, hallábase desaliñado y desaseado, y durante todo el tiempo despedía un peculiar y penetrante olor a establo. Dijo por fin: -Acabade obtener su título, ¿eh? ~ Andrés asintió con una inclinación de cabeza. -Lo sabía. -El viejo Tomás escupió. Su triunfo lo puso más gravemente comunicativo. El último ayudante se fué hace diez días. Casi todos ellos prefieren irse. -¿Por qué? Andrés sonrió a pesar de su nerviosidad. -Me parece que para uno solo el trabajo es excesivo. -¿Y para dos?. ~Usted verá. Un instante después, del mismomodo que un guía pudiera indicar una hermosa catedral, Tomás levantó el látigo y señaló al extremo de una hilera de casas donde, desde una pequeña puerta iluminada, salía una nube de vapor . Vea. Aquí está la señora y mi casita. Ella recibe la ropa para el lavado. Una secreta complacencia le hizo encoger el largo labio superior. Quizá pronto necesite conocerla. Allí terminaba la calle principal....
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