La noche de la iguana
The Night of the Iguana (1948)
I
Abiertas a la alargada galería del hotel Costa Verde, cerca de Acapulco, había diez habitaciones para dormir, cada una con una hamaca colgada en la parte exterior de su puerta de tela metálica. En aquel momento sólo estaban ocupadas tres de esas habitaciones, pues en Acapulco era temporada baja. La temporada de invierno, cuando elestablecimiento era más frecuentado por turistas extranjeros cosmopolitas, había terminado hacía un par de meses, y la temporada de verano, cuando lo atestaban los mexicanos y norteamericanos habituales de vacaciones, aún no había empezado. Los tres huéspedes que quedaban en el Costa Verde* eran estadounidenses, e incluían a dos hombres que eran escritores y a Miss. Edith Jelkes, que había sido profesorade arte en un colegio espiscopaliano de chicas de Mississippi hasta que sufrió una especie de ataque de nervios y renunció a su trabajo de profesora en favor de una vida de vagabundeo que hacían posible sus ingresos de unos doscientos dólares al mes producto de una herencia.
Miss. Jelkes era una solterona de treinta años con una triste belleza rubia y un refinamiento en cierto modo arcaico.Pertenecía a una ilustre familia sureña de intensa aunque ahora moribunda vitalidad cuyas últimas generaciones habían tendido a dividirse en dos tipos antitéticos: uno en el que la libido estaba desarrollada patológicamente; y otro en que parecía estar completamente agotada. Los miembros de la familia estaban turbulentamente divididos, y también lo estaban, con mucha frecuencia, las personalidades deesos miembros. Habían surgido entre ellos talentos nerviosos y enfermos, borrachos y poetas, artistas dotados y degenerados sexuales, junto a ancianas damas fanáticamente pulcras y remilgadas que estaban condenadas a vivir bajo el mismo techo que unos parientes a los que sólo podían considerar unos monstruos. Edith Jelkes no era estrictamente ni de uno ni del otro de los dos tipos básicos, lo quele hacía más difícil mantener cualquier equilibrio interior. Había tenido la suerte de canalizar su energía un tanto malsana en la pintura, para la que estaba dotada. Pintaba lienzos de una originalidad que algún día sería apreciada, y entretanto, desde que dejara la enseñanza, combinaba la pintura con viajes e intentaba evadirse de su neurastenia gracias a la distracción que le suponía hacernuevos amigos en lugares nuevos. Tal vez algún día aparecería sobre una especie de triunfante meseta como artista o como persona, o incluso como las dos cosas. Habría un periodo de cinco o diez años de su vida en el que ella se alzaría serenamente sobre las nubes tormentosas de su inmadurez y estaría a la espera de la oscuridad del declive. Pero quizá ésta sea la palabra adecuada. Dependería de lospróximos dos años o así. Por ese motivo necesitaba de modo especial una compañía comprensiva, y la creciente falta de esa compañía en el Costa Verde* le resultaba peligrosa de verdad.
Aparentemente, Miss. Jelkes era una delicada tetera pero nadie podría adivinar lo que herviría dentro. Era tan delicada que los anillos y los brazaletes nunca eran originalmente lo bastante pequeños como para que se leajustasen y tenía que quitarles una parte y hacer más pequeñas las sujeciones. Con sus grandes ojos grises translúcidos, el pelo rubio apagado y su perpetua expresión de confusión levemente ofendida, sin embargo, nunca pasaba inadvertida en un grupo de desconocidos, pues además sabía vestir de acuerdo con su tipo extraterreno. El apagado pelo rubio nunca estaba sin una flor y el cuello de susfríos vestidos blancos siempre se adornaba con un llamativo broche de diseño esotérico. Le encantaba el dramático contraste de colores cálidos y fríos, la mancha púrpura en la nieve, que constituía algo así como la bandera de sus propios e inestables elementos constitutivos. Cada vez que entraba en un restaurante, en un teatro o en una sala de exposiciones oía, o imaginaba que oía, un murmullo de...
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