libro
Traducción de
Roberto Falcó Miramontes
www.megustaleer.com
Prólogo
Región del Périgord, Francia, 1899
Los dos hombres respiraban con dificultad mientras avanzaban como
buenamente podían por un terreno resbaladizo e intentaban asimilar lo que
acababan de ver.
Un súbito aguacero de finales de verano los había pillado por sorpresa. El
chaparrón, quelos había alcanzado de repente mientras exploraban la cueva, había
azotado los acantilados de piedra caliza, oscureciendo las paredes verticales de
roca y envolviendo el valle del río Vézère con un manto de nubes bajas.
Tan solo media hora antes, desde lo alto de los acantilados, el maestro de
escuela, Édouard Lefèvre, le había enseñado los puntos de referencia a su primo,
Pascal. Las agujasde los campanarios destacaban de forma clara a lo lejos sobre un
cielo majestuoso. Los rayos de sol rielaban en la superficie del río. Los campos de
cebada se extendían por la llanura.
Sin embargo, cuando salieron de la cueva con los ojos entrecerrados, después de
gastar la última cerilla de madera, fue como si un pintor hubiera decidido empezar
de nuevo y hubiera aplicado una capa de grisal paisaje.
La excursión, sin rumbo fijo, había sido tranquila, pero el viaje de regreso se
volvió algo más dramático cuando los torrentes de agua empezaron a caer en
cascada sobre el sendero y lo convirtieron en un barrizal traicionero. Ambos eran
buenos senderistas y llevaban el calzado adecuado, pero habrían preferido no
encontrarse en un saliente resbaladizo mientras llovía a cántaros. Sinembargo, en
ningún momento se les pasó por la cabeza volver a la cueva para resguardarse.
—¡Tenemos que avisar a las autoridades! —dijo Édouard, que se limpió la frente
y sujetó una rama para que Pascal pudiera pasar sin problemas—. Si nos damos
prisa conseguiremos llegar al hotel antes de que anochezca.
Tuvieron que agarrarse a las ramas de los árboles para no trastabillarse en variasocasiones, y en una de ellas, un momento sobrecogedor, Édouard sujetó a Pascal
del cuello de la camisa porque creyó que su primo había perdido el equilibrio y
estaba a punto de caer por el acantilado.
Cuando llegaron al coche, estaban calados hasta los huesos. Era el vehículo de
Pascal, el de su padre, de hecho, ya que solo alguien como un banquero adinerado
podía permitirse el lujo de tenerun automóvil tan moderno y suntuoso como un
Peugeot Type 16. Aunque el coche tenía techo, la lluvia había entrado por la
ventanilla. Bajo uno de los asientos había una manta que estaba relativamente seca,
pero cuando alcanzaron la velocidad de crucero de veinte kilómetros por hora, los
dos estaban tiritando y no les costó tomar la decisión de parar en el primer café
para beber algo que lespermitiera entrar en calor.
El pueblecito de Ruac tenía un único café, que a esa hora del día albergaba a una
docena de clientes en las pequeñas mesas de madera. Eran campesinos toscos, de
aspecto rudo, y todos dejaron de hablar cuando entraron los desconocidos.
Algunos habían estado cazando aves y tenían la escopeta apoyada en la pared. Un
hombre mayor señaló el coche que se veía por laventana, le susurró algo al
camarero y soltó una risa socarrona.
Édouard y Pascal se sentaron a una mesa vacía. Parecían dos ratas empapadas.
—¡Dos copas de coñac grandes! —pidió Édouard—. ¡Cuanto antes mejor,
monsieur, o moriremos de pulmonía!
El camarero cogió una botella y le quitó el tapón. Era un hombre de mediana
edad, con el pelo negro azabache, patillas largas y manos callosas.
—¿Es suyo?—le preguntó a Édouard, señalando hacia la ventana.
—Es mío —respondió Pascal—. ¿Es la primera vez que ve uno?
El camarero negó con la cabeza e hizo un gesto como si fuera a escupir al suelo,
pero en lugar de eso formuló otra pregunta.
—¿De dónde vienen?
Los clientes del café seguían la conversación. Era la distracción de la noche.
—Estamos de vacaciones —dijo Édouard—. Nos alojamos en el...
Regístrate para leer el documento completo.