Nanan
Un ensayo sobre la libertad y sus repercusiones morales y religiosas
Miguel García‐Baró 1 Dos eras clásicas y dos formas del Sistema Distinguir entre lo que entendemos y lo que no entendemos; saber reconocer esta distinción y los resultados que obtenemos de aplicarla: ésta es la primera exigencia, puesta bajo el patronazgo de Sócrates, que la filosofía debe hacer a sus discípulos. Y ¿qué es lo que precisamente no se comprende? ¿Qué es comprender? Comprender algo es penetrar en sus condiciones, hasta ver cómo necesariamente deriva de la reunión de todas ellas. Comprender de modo insuperable, perfectamente adecuado, es comprender cada condición de cada condición, hasta los últimos fundamentos o causas primeras, donde el discurso cede a la visión directa de lo necesario. Necesidad, intuición, discurso son, pues, los factores de la comprensión. Comienza el proceso por un dato, cuya misma existencia ahí, cuya misma contingencia (sucede, sí, pero ¿cómo y por qué y para qué?), plantea un problema para la inteligencia, es decir, para el hambre de sentido del ser humano. ¿Qué ha de ser entonces, si hay tal cosa, aquello que no se comprenda? La descripción que acabo de hacer, aunque es rápida y elemental, ¿no apunta en la dirección de que todo, en última instancia, se ha de comprender? ¿No significa ya esta somera aproximación a lo que es comprender que los tiempos de Sócrates están definitivamente sobrepasados? ¿No es el sistema de la verdad, no es la totalidad objeto del saber, lo que reemplaza las antiguas perplejidades irónicas de Sócrates? Si paramos mientes en la cuestión, como sin duda merece, en seguida descubrimos una única posibilidad para que persista la distinción entre lo que se comprende y lo que no se comprende: que haya contingencias que sean puramente tales, o sea, acontecimientos puros, que no se encuentran bajo condiciones suficientes, aunque estén, quizá, bajo condiciones meramente necesarias. En otras palabras: que haya en la realidad hechos, actos (como prefiere escribir muchas veces Kierkegaard), que, aunque necesariamente tengan que ir precedidos por otros –y ni siquiera esto deberá ocurrir en todos los casos‐, no están de veras condicionados por éstos, no se funda en éstos ni su esencia ni su existencia. Hechos que ocurren, seguramente dadas determinadas circunstancias, pero que no son explicados por esas circunstancias, ni siquiera si las pensamos hacia el futuro; o sea, que no tienen ni por qué ni para qué que los vuelvan del todo comprensibles. Hechos que se fundan o levantan sobre ellos
1mismos puramente; actos que no van precedidos de potencia; realidades que no han sido primero posibles y luego reales, sino que han empezado ex abrupto por ser reales y, así, en cierto modo, se han hecho también, después, posibles (lo que ya, desde luego, les importa poco). Un antiguo diría: generaciones espontáneas o equívocas, nacimientos repentinos azarosos, puras casualidades. Pero el hombre antiguo habla así porque mira siempre a la naturaleza y todo lo ve, por tanto, dentro de su horizonte. El hombre en la era judeocristiana, aunque integre también en sí la herencia griega, atiende más bien a la historia y propende a comprender todas las cosas en el horizonte de ésta. Quiere decirse que ve antes y más las existencias de los seres humanos que las presencias de los astros, la Tierra, las rocas y las vidas sin drama divino, sin responsabilidad ante el destino, sin prójimos y sin tragedia íntima. El hombre de esta segunda era clásica ya posthelénica está dentro del espectáculo de los afectos, las voliciones y los pensamientos, más bien que en los campos y en medio del ciclo casi inmutable de las estaciones ...
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