Rio cali
William Ospina
El señor de las rosas me dijo una vez que hace años, en los días tranquilos, desde el centro de Cali podían oírse los pitos de los vapores que iban por el río Cauca.
La noticia me asombró porque en mis tiempos el río Cauca ya quedaba muy lejos del centro, ya sólo era perceptible cuando uno se lanzaba en las noches a la aventura de irse a bailar a Agapito, la discotecaenorme de Juanchito, pero ya entonces no había barcos navegando y ni siquiera recuerdo botes ni canoas.
A medida que una ciudad crece se va llenando tanto de sí misma que juega a borrar la naturaleza en la que reposa, la naturaleza de la que ha nacido. Pero claro que esa es también una ilusión, porque a pesar de las pretensiones de la modernidad y de las ínfulas de lo urbano, la naturaleza siguepresente por todas partes. En los cerros que se alzan al occidente y al sur: Picoeloro, que siempre me recuerda mi cobardía física, porque soy uno de los pocos entre mis amigos que nunca se atrevió a subir a pie a esa enormidad, o las Tres Cruces y Cristo Rey, que me recuerdan la inseguridad de otros tiempos, porque en uno de esos cerros, una tarde de hace treinta años, a un amigo mío y de muchos deustedes le pegaron un tiro en el pecho, con tan buena y asombrosa suerte que pudo bajar en su automóvil, manejando él mismo, hasta la clínica, donde le dieron la extraña noticia de que la bala había atravesado su cuerpo sin tocar ningún órgano vital. El hecho es uno de los muchos asombrosos que guardo en mi memoria de esta ciudad que ha sido el refugio de mis sueños desde la ya lejana infancia.Pero más asombroso aún es que, en ese mismo día en que Alberto Valencia renació por arte de magia, sobreviviendo a un balazo en el pecho, otro amigo mío, Alejandro Hermann, dio un mal paso trivial mientras caminaba por la avenida sexta a la altura de la Campiña, y se despeñó en la eternidad. Así son las cosas de la vida. Y no sólo sé que fue hace treinta años, sino que recuerdo exactamente qué díaocurrió: el 16 de junio de 1979. Lo recuerdo por una razón que vale la pena mencionar aquí, y es que esa es la fecha en que transcurre la novela de la ciudad moderna, el Ulisses de James Joyce, que convierte en lenguaje un día en la vida de una ciudad, el 16 de junio, pero tres cuartos de siglo antes, en 1904, y en Dublín, cuando Cali no era esta compleja y desmesurada ciudad moderna sino unaaldea en la que seguramente se escuchaba desde el centro el pito de los vapores que pasaban por el río Cauca.
Ironías de la vida: con Alejandro Hermann, el hombre más gracioso que conocimos en aquellos tiempos, el mejor humorista, el más inquietante actor y el más desdichado ser humano que quepa imaginar, teníamos precisamente un grupo de lectura del Ulisses de Joyce, fundado no por él, ni por mí,sino por Adolfo Montaño, que fue quien nos inició a todos en el culto de esa novela. Y cada año, hasta el 78, hacíamos ese día una fiesta joyciana, que comenzaba desde la mañana, que nos obligaba a detenernos en todas las minucias de la ciudad en el día, para recordarlas al anochecer, y que terminaba con una reunión en nuestro apartamento de la Unidad Santiago de Cali, donde Adolfo armaba un altaren el que solemnemente ponía la novela del irlandés Joyce encima de las obra completas “del enemigo inglés William Shakespeare”.
La naturaleza está por todas partes. Está en el Cerro de las Tres Cruces, que según me dijo alguien fueron erigidas para impedir que el diablo se metiera en la ciudad, cuando corrio la voz de que ese ser temible había salido de España con dirección a América.Olvidaron que para impedir que entrara el diablo habría que impedir que entrara el ser humano, de modo que cuando las cruces fueron erigidas el diablo hacía tiempo que se movía por nuestras calles.
Y no hablo del diablo pintoresco y rojo que es el símbolo de un equipo de fútbol, sino de otro, que seguramente es el responsable de ese hecho que encabezaba las noticias del domingo pasado en la prensa...
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