Tombuctú
Tombuctú
Traducción de Benito Gómez Ibáñez Título de la edición original: Timbuktu
A Robert McCrum
1
Míster Bones sabía que Willy no iba a durar mucho. Tenía aquella tos desde hacía más de seis meses y ya no había ni puñetera posibilidad de que se le quitara. Lenta e inexorablemente, sin que se produjese la más mínima mejoría, los accesos habían ido cobrandointensidad, pasando del leve rebullir de flemas en los pulmones el tres de febrero a los aparatosos espasmos con esputos y convulsiones de mediados de verano. Y, por si fuera poco, en las dos últimas semanas se había introducido una nueva tonalidad en la música bronquial —un soniquete tenso, vigoroso, entrecortado—, y los ataques se sucedían ahora con mucha frecuencia, casi de continuo. Cada vez quesobrevenía alguno, Míster Bones temía que Willy reventase por la presión de los cohetes que estallaban en su caja torácica. Imaginaba que no tardaría en echar sangre, y cuando aquel momento fatal llegó finalmente el sábado por la tarde, fue como si todos los ángeles del cielo se hubiesen puesto a cantar. Míster Bones lo vio con sus propios ojos, parado al borde de la carretera entre Washington yBaltimore, cuando Willy escupió en el pañuelo unos espantosos coágulos de sustancia escarlata, y en ese mismo instante supo que había desaparecido hasta el último resquicio de esperanza. Un olor a muerte envolvía a Willy G. Christmas, y tan cierto como que el sol era una lámpara que diariamente se apagaba y encendía entre las nubes, el fin estaba cada vez más cerca. ¿Qué podía hacer un pobre perro?Míster Bones había estado con Willy desde que era un cachorro pequeño, y ahora le resultaba casi imposible imaginarse un mundo en el que no estuviera su amo. Cada pensamiento, cada recuerdo, cada partícula de tierra y de aire estaba impregnado de la presencia de Willy. Las viejas costumbres no se pierden fácilmente, y en lo que se refiere a los perros hay sin duda algo de verdad en el dicho de que llegaun momento en que se es demasiado viejo para aprender, pero en el miedo que sentía Míster Bones por lo que se avecinaba había algo más que amor o devoción. Era puro terror ontológico. Si el mundo se quedaba sin Willy, lo más probable era que el mundo mismo dejara de existir. Ése era el dilema al que se enfrentaba Míster Bones aquella mañana de agosto cuando caminaba penosamente por las calles deBaltimore con su amo enfermo. Un perro solo era tanto como decir un perro muerto, y en cuanto Willy exhalara su último aliento, no podría esperar nada salvo su propio e inminente final. Willy ya llevaba muchos días advirtiéndole sobre eso, y Míster Bones se sabía las instrucciones de memoria: cómo evitar la perrera y la policía, los coches patrulla y los camuflados, los hipócritas de las llamadassociedades protectoras. Por muy amables que fuesen con uno, en cuanto pronunciasen la
palabra refugio vendrían los problemas. Empezarían con redes y dardos tranquilizantes, se convertirían en una pesadilla de jaulas y luces fluorescentes y terminarían con una inyección letal o una dosis de gas venenoso. Si Míster Bones hubiese pertenecido a alguna raza reconocible, habría tenido algunaposibilidad en esos concursos de belleza que diariamente se celebran para encontrar posibles amos, pero el compañero de Willy era una mezcolanza de tensiones genéticas —en parte collie, en parte labrador, en parte spaniel, en parte rompecabezas canino— y, para acabar de arreglar las cosas, su deslustrado pelaje estaba lleno de nudos, de su boca emanaban malos olores, y una perpetua tristeza le acechabaen los ojos enrojecidos. Nadie querría salvarlo. Como al bardo sin hogar le gustaba decir, el desenlace estaba grabado en piedra. A menos que Míster Bones encontrara otro amo a toda prisa, era un chucho destinado al olvido. —Y si te libras de los dardos tranquilizantes —prosiguió Willy aquella brumosa mañana en Baltimore, apoyándose en una farola para no caerse—, hay muchísimas otras cosas de...
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