cerco de penumbras

Páginas: 7 (1663 palabras) Publicado: 26 de agosto de 2014
El círculo
La calle estaba oscura y fría. Un aire viejo, difícil de respirar y como endurecido ensu quietud, lo golpeó en la cara. Sus pasos resonaron en la noche estancada del pasaje.Vicente se levantó el cuello del abrigo, tiritó involuntariamente. Parecía que todo el fríode la ciudad se hubiese concentrado en esa cortada angosta, de piso desigual, un frío detumba, compacto."Claro —se dijo ysus dientes castañeteaban—, vengo de otros climas. Esto ya no es para mí."Se detuvo ante una puerta. Sí, ésa era la casa. Miró la ventana, antes de llamar, laúnica ventana por la que se filtraban débiles hilos de luz. Lo demás era un bloqueinforme de sombra.En el pequeño espacio de tiempo que medió entre el ademán de alzar la mano ytocar la puerta, cruzó por su cerebro el recuerdo entero de lamujer a quien venía a buscar, su vida con ella, su felicidad, truncada brutalmente por la partida sin anuncio. Sehabía conducido como un miserable, lo reconocía. Su partida fue casi una fuga. ¿Pero pudo proceder de otro modo? Un huésped desconocido batía ya entonces entre los dossu ala sombría, y ese huésped era la demencia amorosa. Hincada la garra en la entrañade Elvira, torturábala con desvaríosde sangre. Muchas veces él vio brillar determinaciones terribles en sus ojos, y los labios, dulces para el beso, despedían llamasy pronunciaban palabras de muerte, detrás de las cuales percibíase la resolución que noengaña. Cualquier demora suya, cualquier breve ausencia sin aviso, obligado por susdeberes, por el reclamo inexcusable de sus amigos, provocaba explosiones de celos. Laencontrabadesgarrada, temblando en su nerviosidad, pálida. Ni sus preguntas obteníanrespuesta ni sus explicaciones lograban romper el mutismo duro, impregnado de rencor,en que Elvira mordía su violencia. Y de pronto estallaba en injurias y gritos, la cabelleraal aire, loca de cólera y amargos resentimientos.Llegó a pesarle ese amor como una esclavitud. Pero eran cadenas que su voluntadno iba a romper. Laturbulencia es un opio, a veces, que paraliza el ánimo y lo encoge.Vivía Vicente refugiado en su temor, sabiendo, al propio tiempo, lo mismo que elguardián de laboratorio, que sólo de él dependía despertar el nudo de serpientesconfiado a su custodia. Y la amaba, además. ¿Cómo soportar, si no como unaenfermedad del ser querido, ese flagelo que corroía su dicha, ese concubinato con ladesventura? La vida seencargaría de curarla, el tiempo, que trae todas las soluciones.Fue la vida la que cortó de un tajo imprevisto los lazos aflictivos. Un día recibióorden de partir. Pensó en la explicación y la despedida, y su valor flaqueó. Engañándosea sí mismo, se prometió un retorno próximo, se prometió escribirle. Y habíantranscurrido dos años. Casi consiguió olvidarla, ¿pero la había olvidado? Regresó alaciudad con el espíritu ligero, conoció otras mujeres en su ausencia, se creía liberado. Y,apenas había dejado su valija, estaba aquí llamando a la puerta de Elvira, como antes.La puerta se abrió sin ruido, empujada por una mano cautelosa, una voz —la voz deElvira— preguntó: —¿Eres tú, Vicente? —¡Elvira! —susurró él, apenas, ahogada el habla por la emoción y la sorpresa—.¿Cómo sabías que era yo?¿Pudiste verme, acaso en la oscuridad, a través de lascortinas?
—Te esperaba.Lo atrajo hacia adentro y cerró. —¡Es que no puede ser! Tuve el tiempo escaso para dejar mi equipaje y venir volando hasta acá. ¿Cómo podías saberlo? No lo sabía nadie.Ella callaba, grave, parsimoniosa. Estaba pálida, más pálida que nunca, pensóVicente. Lumbres de fiebre encendían sus ojos arrasados por el desconsuelo. Comoélhabía imaginado, con lacerante lástima, cada vez que pensaba en ella. —La soledad enseña tantas cosas —dijo—. Siéntate.Él ya se había sentado, con el abrigo puesto. — Hace tanto frío aquí como afuera. ¿Por qué no enciendes la estufa? —¿Para qué? Aquí siempre hace frío. Ya no lo siento. No había cambiado. Era así, indócil, cuando la roía alguna desazón. ¿Iba a discutir con ella esa primera...
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