Sofía ya no estaba por la mañana, al despertar. Me había metido en la cama —por suerte es espaciosa, así que ni nos habíamos rozado— y, aunque con dificultad, porque es duro dormir teniendo tan cerca a una mujer como ella, al final me quedé dormido. Supongo que esperaba que yo lo intentara. O que al menos le hablara. Pero no lo hice. Me sentía extraño. Y ya no pensaba en Vania. Pensaba en la propia Sofía. Y en todas las Sofías candidatas a modelo o ya profesionales, que caían en manos de aquella locura. Así que se había ido, sin hacer ruido. El billete de diez mil pesetas seguía en el suelo, en el mismo lugar donde se cayó la noche anterior. Acabé de hacer la maleta, metí lo imprescindible para una semana y me fui a la redacción de Z.I. intentando no pensar demasiado en mi nueva amiga. Probablemente ya no la volvería a ver. Antes de decirle adiós a mi madre pasé por administración para recoger los pasajes de avión y unos cuantos dólares en metálico para gastos. Porfirio me hizo firmar los correspondientes recibos. —El regreso de Estados Unidos está abierto, como querías. —De acuerdo. —Bien vives —me dijo, estudiando y envidiando mi aspecto de hombre aventurero. —Ya me gustaría verte yo a ti en esa selva —señalé al otro lado de la ventana. Porfirio era bajito, regordete, calvo. El perfecto administrador. —Tráeme... —Los justificantes, sí, descuida —asentí rápido. Le dejé calibrando nuestras diferencias laborales y pasé por el despacho de mi querida Carmina. Mi «conseguidora» me lanzó una sonrisa feliz y me tendió una hoja de papel. —Creo que es todo —dijo con su eficacia natural—. Y lo que no he podido conseguir o ...
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