Día de caza de Jesús Fernández Santos
Yo sabía que mi tío no iba a creerme. Así fue. Apenas hizo comentarios cuando se lo dije, lo cual era en él signo de no conceder a mis palabras créditoninguno. Sentado, miraba caer la lluvia tan borrosa, tan gris como sus ojos. Viéndolo, pensaba yo en el animal, abajo, entre la niebla.
A poco dijo:
El humor de mi tío mejoraba cuando, pasada la veda, algún domingo prometía:
-Este año, vamos a matar tú y yo un rebeco. Los rebecos son como cabras monteses; un poco más pequeños, con cuernos cortos y puntiagudos que crecen hacia atrásparecidos a anzuelos. Se les puede ver en rebaños, pero por lo común aman la soledad, vagan, cruzando a un lado y a otro la raya de los puertos.
Así andaba mi tío todo el año, cosechando en verano, solitario en invierno, sin hijos, con amigos contados, trabajando o de caza, con el macuto a cuestas. Visto al pronto, se le podían echar, como a su mujer unos cincuenta años, sin embargo, aún no habíacumplido los cuarenta.
Llegó de la Ribera para casarse y, a poco, tras la boda, los días se agriaron. La edad, las cuñadas, parecieron separarlos, envejecerlos pronto. Primero reñían a menudo, vino la época de los largos silencios y al final, aun procurando fingir fuera de casa, apenas llegaban a dirigirse la palabra. Las cuñadas le achacaban la falta de hijos y algo de verdad debía haber enello porque mi tío, que les reprochaba muchas cosas, nunca admitió discusiones respecto a esto.
Le gustaban los niños. Solía charlar conmigo que le aceptaba sus mentiras, sobre todo sus aventuras de la guerra. Yo sabía respetar su mutismo cuando, tras cualquier disputa, dejaba la cocina, cerrando a sus espaldas la puerta con violencia. Fue un día de estos, tras la pausa huraña de costumbre,cuando me dijo señalando a las montañas:
-Mañana subimos a verlos. y así fuimos; él con su escopeta de pistón; yo con otra más vieja de las que aún disparan cartuchos de aguja, en compañía de tres hombres barbudos y pequeños.
Los tres con la boina calada hasta los ojos, apenas hablaban. Cuando decían algo, sus palabras parecían surgir ajenas a ellos, porque ninguno miraba a los demás, ya mí ni siquiera me habrían visto a no ser por mi tío, que de vez en cuando se volvía:
-jHala, vamos; no te quedes atrás! Yo debía seguirlos, bien a mi pesar, porque conocían las veredas y avivaban el paso. El mundo del amanecer se revelaba para mí: el rumor, el eco de nuestras pisadas, el río rutilante, cada vez más lejano, el susurro de todos esos pequeños animales que gritan o se lamentanhasta que el día nace.
De pronto, como de mutuo acuerdo, los tres amigos comenzaron a hablar: un suave murmullo en el que las palabras de unos y otros se sucedían sin sentido, casi sin ilación. Discutían de cosechas, de pastos y caballos; luego criticaron a mi tío por llevarme con ellos.
Las estrellas comenzaron a borrarse. Me entró esa flojedad que viene siempre al tiempo que amanece, ycuando el sol se alzó y fue pleno día, el pueblo, el río ya no estaban tan abajo, sólo simas cubiertas por bancos de niebla que llegaba hasta nuestros pies desde el fondo del valle.
Hicimos un alto. Cada cual sacó la navaja, su pan y su cecina. Tras el almuerzo, de nuevo andando, aunque ya no por el paso de los rebaños sino por sendero de montaña, llano, sin polvo ni guijarros, sólo con...
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