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Publicado: 6 de enero de 2016
Es evidente que, por contradictorio que resulte, las dos afirmaciones siguientes son válidas: cada
época (como también cada periodo de tiempo menor) es la semilla de la época siguiente, la cual
forma parte de su propia esencia. Al mismo tiempo, cada época (o cada intervalo de años en el que nos fijemos) viene a ser exclusivamente una transición entre la anterior y la siguiente, es decir que,
en un sentido estricto, no tiene carácter propio, sino que se presenta como un proceso de
fluctuación, como un algo sin perfilar más que de forma vaga y que está concebido en un perpetuo
estado de cambio. Por sí sola, la perceptible diferencia entre estos dos puntos de vista ‐por una parte, la conciencia de la inmediatez con que se está viviendo el presente; por otra, la perspectiva
distanciada del historiador que, además, enseguida dispondrá de toda una nomenclatura para
clasificar los puntos culminantes del estilo «clásico» de una determinada época hasta llegar a ciertos
periodos intermedios menos o nada valiosos‐ casi se perdería en lo que respecta al periodo de mediados de los años sesenta. Este periodo encerraba ya tanto de transitorio que apenas nadie le
asignaría un peso propio, un carácter o un significado especial. A no ser que se considerase que
aquellas etapas de mayor silencio en las que se toma conciencia de uno mismo, en las que se hace
un balance crítico, son más importantes que las que ofrecen hechos corroborables. En cualquier caso, considerando los años en torno a 1965 dentro de un contexto histórico más
amplio podría asignárseles una cierta función de bisagra, sin tener en cuenta si en ellos no hizo más
que apagarse la energía creativa o si, por el contrario, ya estaba en marcha el proceso de
fermentación de algo nuevo. Constituyen un punto de inflexión histórico. Una vez finalizada la
Segunda Guerra Mundial, en todas partes se dedicaron fundamentalmente a normalizar de nuevo
las condiciones de vida, a impulsar la economía y el comercio, a reconstruir las ciudades, restablecer
los medios de transporte y a la laboriosa reorganización de la comunidad social, la cultura y la educación. Poco se habían cuestionado los modelos de esta reanimación de una existencia ‐por fin‐
civil de nuevo. Las normas para actuar al respecto iban surgiendo de un modo bastante aleatorio en
función de las necesidades prácticas, a partir de esquemas heredados de planificaciones anteriores o
también de propuestas reformistas para nuevas concepciones. Algunos no querían más que restaurar la situación de un pasado de todos conocido, otros se resistían a que se dejaran pasar las
insospechadas posibilidades de libertad de esta «hora cero». Al final ‐y generalmente en condiciones
inestables‐ se acabó haciendo lo que en cada momento resultaba factible sin preocuparse
demasiado por buscarle una justificación sólida. Y cuando, a pesar de todo, sí que había justificación,
se daba de forma bastante inesperada y a todos los efectos resultaba bien llegada y bien recibida
como legitimación del correspondiente programa.
Por otra parte, esta fase de resurgimiento desordenado a su libre albedrío tenía una duración
limitada ‐a saber, el mismo tiempo que durasen sus logros más visibles y lo que tardara en
consolidarse por sí mismo todo aquello que, una vez puesto en marcha, consiguiera encubrir sin
problemas su falta de fundamentación lógica en algún tipo de convicción política, social o ideológica.
Cualquier mínimo trastorno, en cambio, ya bastaba para desencadenar un constante
replanteamiento de los principios, cuestionándose e investigando las posibles causas; además, la ...
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