El buen librero
Ahí estaba yo, sin poder creerlo todavía. Raro era ya percibir un interés semejante en losestudiantes de mi universidad y aún más, poder leer desde cerca su nombre impreso en tinta negra, apenas recubierto por un plástico que brillaba ante las luces de los flashes y las cámaras de video.
Lo veríaaparecer apenas a dos filas delante de mi, embutido en un traje elegantísimo, caminando a paso firme para jugar al “Sartrecillo” Valiente y denunciar, como es costumbre en su narrativa, los execrablesabusos de la autoridad y el libertinaje. Esa misma tarde abril, sudoroso por los nervios, conocería a Mario Vargas Llosa.
Un hombre puede ufanarse de soportarlo todo, menos la sed y la ansiedad. Escurioso que una de ellas siga inevitablemente a la otra, como si conjugadas interpretaran el rol de ser las mercenarias para generar malestar, pesadumbre, incomodidad.
Tan pronto como mis labioshubieron de marchitarse, la duda sobre si debía o no abandonar mi butaca sobrevoló mi mente durante unos cuántos minutos. Producto de los nervios, olvidé que estaba acompañado por la delegación delTaller de Narrativa y que juntos, habíamos colmado casi en su totalidad la tercera fila del centro.
Por favor, queda a resguardo tuyo— le dije a una de las chicas, quien cómplice y percatada de miestado, asintió sin mayor aspaviento.
Me dirigí raudo hacia las máquinas expendedoras. Bebí dos cocacolas de golpe, casi sin respirar y ya para cuando había vuelto, las gentes se arremolinaban en labúsqueda de un sitio propicio en la sala. Un suspiro alargado y profundo me devolvió nuevamente en mi lugar.
Empecé a hojear uno de los libros que llevé a la ceremonia. Quizás ridículo, la noche...
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