El faro de Artuto Vivante
Arturo Vivante, uno de los más interesantes cuentistas anglo-italianos, nació en Roma en 1923 y en 1938 se refugió en Inglaterra. Dejó la medicina para dedicarse a escribir cuentos cortos -la mayor parte publicados originalmente en el New Yorker- y novelas en inglés. Entre sus libros de cuentos figuran Run to the Waterfall, English stories y las novelas A Goody Babe y Doctor Giovanni. Estraductor al inglés de Giacomo Leopardi.
Donde terminaba el malecón y empezaba el muelle estaba el viejo faro, blanco y redondo, con una pequeña puerta, una ventana circular hasta arriba y una inmensa linterna. La puerta estaba usualmente entreabierta y se podÃa ver una escalera de caracol. Era tan invitadora, que un dÃa no pude resistir aventurarme en su interior, y una vez dentro, subir.TenÃa trece años, un niño alegre de pelo oscuro; mi paso cargaba la mitad de mi peso actual en todos sentidos, y podÃa entrar a lugares donde no lo puedo hacer ahora, deslizarme con ligereza y sin escrúpulos de si serÃa bien recibido.
El pueblo -un balneario a la orilla del mar con un buen puerto en Gales del Sur- era ajeno a mÃ. Mi casa estaba muy lejos del mar, en un pueblo italiano en lasmontañas, y habÃa sido enviado a Gales por mis padres para pasar el verano, quedarmeÊcon amigos y mejorar mi inglés. Nunca antes habÃa salido de Italia. El pueblo lejano, el mar, las vacaciones, el verano, todo se sumaba a mi júbilo. El año también. Era 1937, e Inglaterra habÃa comenzado a rearmarse; habÃa una sensación de despertar en el aire. ``En Bristol'', recuerdo que el jefe defamilia donde me quedaba decÃa en voz baja y con una sonrisa agazapada, ``están construyendo más de cien aviones al mes.'' Las amenazas, escarnios y alardes de los fascistas estaban frescos en mis oÃdos, asà que me hacÃa muy feliz escuchar esto. Todo me hacÃa feliz. Observaba a las gaviotas volar en cÃrculo, salvajes; hacÃan parecer mansos a los petirrojos en el pasto. En Italia, exceptolas palomas en las plazas, las aves nunca se acercaban. Miraba a las olas chocar contra el muelle con una violencia de la que nunca habÃa sido testigo, después rebotar para encontrarse y apaciguar la bravura de la siguiente. Hice muchas cosas que nunca habÃa hecho antes -volé papalotes, patiné en ruedas, exploré cuevas tapizadas con estalactitas, chapoteé en los charcos que dejara la marea,visité un faro.
Visité un faro. Subà la escalera de caracol y toqué a la puerta hasta arriba. Me abrió un hombre que parecÃa la imagen de lo que un farero debÃa ser. Fumaba una pipa y tenÃa una barba canosa. Como un hombre de mar, llevaba una gruesa chaqueta azul marino con botones dorados, pantalones haciendo juego y botas. Sin embargo también tenÃa algo de la tierra -una mirada bienpuesta, plantada con firmeza, y sus botas podÃan haber sido las de un campesino. Bañados por el océano, sostenidos por la roca, el faro y su cuidador estaban en medio, sobre la delgada y larga franja de agua y tierra, perteneciendo a ambos y a ninguno.
``Entra, entra'', dijo y de inmediato, con ese particular poder que tienen algunas personas de ponerte a gusto, me hizo sentir como en casa.ParecÃa considerar muy natural que un niño viniera a visitar su faro. Desde luego un niño de mi edad lo querrÃa, toda su actitud parecÃa estarlo diciendo -debÃa haber más personas interesadas en él, más visitas. Prácticamente me hizo sentir que él estaba allà para enseñar el lugar a los extranjeros, como si ese faro fuera un museo o una torre de importancia histórica.
Bueno, no era nada deeso. Estaban los barcos, y ellos dependÃan del faro. Sus mástiles estaban a nuestro nivel. Las gaviotas cruzaban por las ventanas a cada lado. Afuera del puerto estaba el Canal de Bristol, y en el lado opuesto, apenas visible, a unas treinta millas de distancia, la costa de Sommerset como un banco de nubes. A nuestra espalda estaba el pueblo con sus techos de pizarra, y el malecón con sus...
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