El General En Su Laberinto

Páginas: 311 (77600 palabras) Publicado: 26 de octubre de 2015
El general en su laberinto
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
Primera edición: marzo 6 de 1989, 700.000 ejemplares










Para Álvaro Mutis, que me regaló
la idea de escribir este libro.










Parece que el demonio dirige
las cosas de mi vida.
(Carta a Santander, 4 de agosto de 1823)









José Palacios, su servidor más antiguo, lo encontró flo­tando en las aguas depurativas de la bañera,desnudo y con los ojos abiertos, y creyó que se había ahogado. Sabía que ése era uno de sus muchos modos de meditar, pero el estado de éxtasis en que yacía a la deriva parecía de al­guien que ya no era de este mundo. No se atrevió a acer­carse, sino que lo llamó con voz sorda de acuerdo con la orden de despertarlo antes de las cinco para viajar con las primeras luces. El general emergió del hechizo,y vio en la penumbra los ojos azules y diáfanos, el cabello encres­pado de color de ardilla, la majestad impávida de su ma­yordomo de todos los días sosteniendo en la mano el poci­llo con la infusión de amapolas con goma. El general se agarró sin fuerzas de las asas de la bañera, y surgió de en­tre las aguas medicinales con un ímpetu de delfín que no era de esperar en un cuerpo tan desmedrado.«Vamonos», dijo. «Volando, que aquí no nos quiere nadie».
José Palacios se lo había oído decir tantas veces y en ocasiones tan diversas, que todavía no creyó que fuera cier­to, a pesar de que las recuas estaban preparadas en las caballerizas y la comitiva oficial empezaba a reunirse. Lo ayu­dó a secarse de cualquier modo, y le puso la ruana de los páramos sobre el cuerpo desnudo, porque la taza lecasta­ñeteaba con el temblor de las manos. Meses antes, ponién­dose unos pantalones de gamuza que no usaba desde las noches babilónicas de Lima, él había descubierto que a me­dida que bajaba de peso iba disminuyendo de estatura. Hasta su desnudez era distinta, pues tenía el cuerpo páli­do y la cabeza y las manos como achicharradas por el abuso de la intemperie. Había cumplido cuarenta y seis años elpasado mes de julio, pero ya sus ásperos rizos caribes se habían vuelto de ceniza y tenía los huesos desordenados por la decrepitud prematura, y todo él se veía tan desme­recido que no parecía capaz de perdurar hasta el julio si­guiente. Sin embargo, sus ademanes resueltos parecían ser de otro menos dañado por la vida, y caminaba sin cesar alrededor de nada. Se bebió la tisana de cinco sorbosar­dientes que por poco no le ampollaron la lengua, huyendo de sus propias huellas de agua en las esteras desgreñadas del piso, y fue como beberse el filtro de la resurrección. Pero no dijo una palabra mientras no sonaron las cinco en la torre de la catedral vecina.
«Sábado 8 de mayo del año de treinta, día en que los ingleses flecharon a Juana de Arco», anunció el mayordo­mo. «Está lloviendo desdelas tres de la madrugada».
«Desde las tres de la madrugada del siglo diecisiete», dijo el general con la voz todavía perturbada por el alien­to acre del insomnio. Y agregó en serio: «No oí los gallos».
«Aquí no hay gallos», dijo José Palacios.
«No hay nada», dijo el general. «Es tierra de infieles».
Pues estaban en Santa Fe de Bogotá, a dos mil seis­cientos metros sobre el nivel del mar remoto, y laenorme alcoba de paredes áridas, expuesta a los vientos helados que se filtraban por las ventanas mal ceñidas, no era la más propicia para la salud de nadie. José Palacios puso la bacía de espuma en el mármol del tocador, y el estuche de terciopelo rojo con los instrumentos de afeitarse, todos de metal dorado. Puso la palmatoria con la vela en una repisa cerca del espejo, de modo que el generaltuviera bas­tante luz, y acercó el brasero para que se le calentaran los pies. Después le dio unas antiparras de cristales cuadra­dos con una armazón de plata fina, que llevaba siempre para él en el bolsillo del chaleco. El general se las puso y se afeitó gobernando la navaja con igual destreza de la ma­no izquierda como de la derecha, pues era ambidiestro na­tural, y con un dominio asombroso...
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